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Nadie sonríe en el Museo Olavide. Eso pensé mientras recorría su colección de enfermedades cutáneas en soportes de cera. El relieve de las obras recuerda la profundidad de una herida. Si intentas unir los puntos de las constelaciones de erupciones, no se revela ningún dibujo. No existe consuelo: fui a un museo monstruoso.

Olavide, el dermatólogo que da nombre al museo*, relata el comienzo de la dermatología en el Hospital San Juan de Dios, donde llevaban a cabo operaciones clandestinas y administraban cloroformo como antídoto. Los pacientes que estaban en los márgenes de la sociedad tenían un asiento reservado en la sala de espera del hospital. Las prostitutas, las mujeres nodrizas, niños en condiciones insalubres o los militares con escozor en el glande conforman el material de los modelos anatómicos patológicos. Este manual didáctico quedó sepultado en cajas que fueron a parar a sótanos de otros centros hospitalarios, hasta que se recuperaron en un intento de escribir la historia de los desórdenes de la piel. El vestigio permite la conversación con los médicos de la época, ya que al reverso del cuadro se puede encontrar el historial clínico del paciente. El museo no conserva una foto, guarda historias. Sin embargo, lo que resulta inquietante no es el afán de Olavide de dejar algo por escrito, sino que los dibujos que acompañan al recetario surgieron porque existía un abismo imaginativo entre lo que había leído en sus años de formación y lo que luego se encontró en la práctica médica. En otras palabras, los sueños estigios no alcanzan cuando se trata de atrocidades.

El deambular por las colecciones laberínticas dermatológicas te hace sentir observado. Un mural incómodo y tú. Tú: un mural incómodo. El riesgo de mirar algo fijamente te devuelve la pregunta: ¿quién está mirando a quién? Por suerte o por desgracia, como decía Cortázar: «vos creés que estás en la pieza, pero no estás, solo estás mirando la pieza». La distancia entre el observador y la obra está tejida por similitudes. Nos espanta lo putrefacto porque padecemos el vértigo de ser reducidos a un segmento de cuerpo que no habla de nosotros, sino de lo que no conseguimos esquivar. La enfermedad no la consigues esquivar, al igual que un amor incrustado, una foto pintarrajeada o un mote despiadado en los años de colegio. Te persiguen como un cíclope ojiplático al otro lado del cerrojo. Resulta inevitable porque no está fuera, sino dentro. Antes lo intuías, ahora lo sabes: el monstruo eres tú.

Este museo cartografía por secciones las enfermedades, pero un mapa no es solo lo que representa, también es lo que olvida. Lo que ignora. Rebuscando un rostro que sonriese en el archivo virtual del museo, me disparó una clasificación: psicodermatosis. En concreto, una historia que sigue enterrada en una de las cajas abandonadas. La signada bajo el número 200: placas de herpes, zona de origen neurótico con una contractura histérica. La escultura de cera representaba el antebrazo con el codo extendido y la mano cerrada en flexión de muñeca. En el dorso de la mano se halla una figura reconocible compuesta de costras, una mariposa. En el reverso del cuadro, el doctor Azúa estrena la pluma para decir que ella es una perfecta neurótica.

En la Antigua Grecia se creía que cuando alguien exhalaba su último aliento, el alma se disociaba del cuerpo al ritmo de un aleteo de mariposa. Curiosamente, la psicología bebe de la etimología de la psique, entendida como alma, y de la mariposa como símbolo. La paciente 200, que padecía una histeria severa, encierra en un gesto de contención la máxima potencia expresiva de su carácter. La vida secreta de la histeria cabe en un puño cerrado. Las postillas de su mano derecha emulan una mariposa hecha de vulnerabilidad, temblores y convulsiones: la piel es un lienzo de la enfermedad. El sentido más salvaje de lo identitario probablemente sea la enfermedad, el derrotero falto de tratamiento convoca la experimentación de la úlcera. La mariposa debuta como una herida del alma, de la mujer histérica que vomita su dolor en cáscaras epidérmicas, pero también puede leerse como un símbolo de la metamorfosis. Las mutaciones del cuerpo desafían la geometría, lo simétrico, lo perfecto. La identidad no puede fijarse en el criterio estético porque se puede transitar el huevo, la oruga, la crisálida y la mariposa, pero seguir siendo el mismo insecto. No eres tu rasguño ni la forma que tiene, tampoco una porción encuadernada de lesiones: no llevas el nombre de tu trauma.

Hay que reivindicar que la paciente 200 tenga un hueco en la pared incómoda. En tan solo un caso, se hace un recorrido transversal de diferentes disciplinas como la psicología, la literatura, la historia y la medicina. Me niego a que quede olvidada en una caja. Ya sabemos que la vida cabe en la longitud de un ataúd, pero se agradecen los detalles.

* El Museo Olavide se encuentra en los sótanos del pabellón 8 de la Facultad de Medicina de la UCM. La colección proviene del anterior Museo Anatomopatológico-cromolitográfico y microscópico del Hospital San Juan de Dios, rescatada por la Academia Española de Dermatología y Venereología. El lector interesado puede visitarla online en la dirección museoolavide.aedv.es.

Rosa Gómez Maldonado es psicóloga y criminóloga. Actualmente está cursando el Máster en Crítica y Argumentación Filosófica (UAM).

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Parte de la colección del Museo Olavide. Imagen cortesía de la Fundación AEDV
Parte de la colección del Museo Olavide. Imagen cortesía de la Fundación AEDV

Ficha técnica

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