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¿Pueden los economistas mejorar nuestra vida?

How Economics Can Save the World

Erik Angner

Penguin Random House, London, 2023

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Archiconocida es la definición de Lionel Robbins según la cual «la Economía es la ciencia que estudia el comportamiento humano como la relación entre fines y medios escasos susceptibles de usos alternativos». Interpretación que ha conducido históricamente a muy diversos enfoques. Cierto es que cuando se habla de Teoría Económica generalmente se alude a lo que León Walras denominaba «la gran tradición», esto es, el pensamiento clásico y neoclásico que arranca en Adam Smith y se prolonga, al menos, hasta la aparición del keynesianismo en los años 30 del siglo pasado.

Esta tradición define un corpus conceptual y metodológico de la ciencia económica en un doble sentido, experimental, por un lado, y de análisis formal, por el otro. Análisis económico o formalización de las ideas económicas en el sentido que le daba Joseph Schumpeter en su justificadamente famosa Historia del Análisis Económico. El campo de la teoría estuvo bien codificado durante más de una centuria, realmente desde Ricardo a Keynes, en cualquiera de los tratados clásicos que, curiosamente, en su mayoría tienen el mismo o parecido título: Principios de economía política. Trataban de temas tales como teoría del valor, de la producción, de la distribución, moneda y crédito, ciclos; y, como apéndice, una disciplina aplicada: comercio exterior. La distinción entre micro y macroeconomía, tan familiar para nosotros, es relativamente reciente; no aparece hasta la revolución keynesiana que trastocará todo este edificio metodológico. Es decir, el pensamiento clásico y neoclásico fue, fundamentalmente, microeconómico, esto es, análisis del comportamiento de consumidores y productores, de mercados de bienes y servicios, y solo de modo secundario se ocupó de tres temas de carácter más general, pero sin formar una unidad: teoría monetaria, ciclos y comercio exterior. Este enfoque es deudor, fundamentalmente, de Ricardo, mucho más que de Adam Smith; aunque también de Ricardo parte, violentándolo adecuadamente, la obra de Marx, que conduce a sus antípodas, el pensamiento socialista y comunista.

Todo este recorrido viene a propósito para contextualizar el libro que comentamos. O al menos para facilitar su compresión a un lector con un bagaje económico no profesional.

En efecto, How Economics Can Save the World de Erik Angner, puede ser adscrito a la llamada economía de la conducta o economía del comportamiento, rama del pensamiento económico que domina la disciplina, al menos durante los últimos veinte años, y en la que nos detendremos algo más adelante. El foco de atención de estos economistas, entre los que se encuentran la mayoría de los últimos premios Nobel de Economía, es, precisamente, el funcionamiento de los mercados, de mercados concretos, así como el análisis del comportamiento de los individuos ante diversas situaciones, con niveles diversos de elección, de riesgo o pérdida. En realidad, esto no es otra cosa que una vuelta al enfoque microeconómico al que nos referíamos al hablar del pensamiento clásico y neoclásico. Se trata además de una corriente de la teoría económica contemporánea que tiene implicaciones positivas y negativas, como trataremos de subrayar.

Antes de examinar esas implicaciones, conviene explicar brevemente de qué trata How Economics Can Save the World y decir dos palabras sobre su autor. Para lo primero, nada mejor que traducir los títulos de los nueve capítulos: Cómo eliminar la pobreza; Cómo educar niños felices y permanecer cuerdos; Cómo afrontar el cambio climático; Cómo cambiar el mal comportamiento; Cómo dar a la gente lo que necesita; Cómo ser feliz; Cómo ser humilde; Cómo hacerse rico; y Cómo construir comunidad. A pesar de lo que parece a primera vista, no estamos ante un manual de autoayuda, confíe el lector, esto es mucho más serio.

Como puede apreciarse por los enunciados y se confirma una vez se entra en su lectura, excepto el primero y, en menor medida, el penúltimo, todos los demás capítulos inciden en temas que hace una o dos generaciones habría sido difícil calificar como análisis económico. Pero, antes de seguir adelante, diremos dos palabras sobre el autor y su libro.

Erik Angner es actualmente profesor de Filosofía Práctica en la Universidad de Estocolmo y antes lo fue en la George Mason University, en Virginia. Su formación viene tanto de la filosofía de la ciencia como de la economía, con dos doctorados en cada una de ellas, ambos por la Universidad de Pittsburgh. Es autor del manual A course in Behavioral Economics. El título del libro que es objeto de esta reseña, How Economics Can Save the World, puede parecer ciertamente pretencioso, aunque el subtítulo, Simple Ideas to Solve Our Biggest Problems, trata de clarificar tan utópico menester. En cualquier caso, hablamos de un libro muy recomendable, fácil de leer, para el que no se precisan conocimientos económicos o financieros específicos o un nivel avanzado de inglés.

Dicho esto, volvamos al hilo de nuestro argumento. Como decíamos, la corriente mayoritaria, académicamente hablando, en los últimos 20 o 30 años es la llamada economía del comportamiento. Resumiendo, el foco de la investigación en teoría económica se traslada de los temas macro o agregados (renta, empleo, nivel de precios, crecimiento, etc.) a problemas más micro, desagregados, incidiendo en el desempeño de los agentes económicos y en la eficiencia de los mercados, de mercados específicos, sean estos laborales, de alquiler de viviendas, de bonos o de pañales (léase natalidad). Esto implica incorporar al análisis económico conceptos procedentes de campos ajenos, particularmente de la psicología, pero también del derecho o de la matemática (teoría de juegos). Hasta el punto de que, por ejemplo, el galardonado con el premio Nobel de Economía en 2002 fue Daniel Kahneman, psicólogo de formación, sin titulación económica, «por haber integrado aspectos de la investigación psicológica en la ciencia económica, especialmente en lo que respecta al juicio humano y la toma de decisiones bajo incertidumbre». Otro ejemplo, Elionor Ostrom, primera mujer en recibir el Nobel de Economía en 2009, graduada en Ciencias Políticas, no en Economía, a quien se concede el premio «por su análisis de la gobernanza económica, especialmente de los recursos compartidos». Tema, precisamente, al que se dedica el capítulo noveno del libro de Angner que aquí comentamos.

Todo esto puede parecer de limitado alcance y poco representativo de la problemática económica contemporánea, pero no lo es. En primer lugar, ya en el origen del pensamiento económico, Adam Smith se encuentra esta preocupación. Antes que su obra más conocida, La riqueza de las naciones, escribió Teoría de los sentimientos morales, y no solamente en esta, también en La riqueza, se encuentran numerosas consideraciones psicológicas, de forma más o menos casuística y poco formalizada; de aquí que Joseph Schumpeter, que apreciaba por encima de todo la formalización matemática, nunca lo tuviera en gran aprecio. Lo mismo podríamos decir de Frederic Bastiat, que insistió en una idea simple, pero a menudo olvidada: que toda elección implica un coste, aunque este no aparezca a primera vista; o, dicho de otro modo: que nada es gratis. Idea que posteriormente, en concreto la escuela austriaca denominó «coste de oportunidad»; coste de lo que se renuncia al elegir, al optar por una cosa y no por otra, y que es tanto un hallazgo económico como psicológico.

Por lo tanto, el campo de investigación económica resulta mucho más indeterminado, mucho más elástico, de lo que a primera vista pudiera parecer. Aunque esto no siempre ha sido así y, en efecto, tiene sus pros y sus contras. Veamos con algún detenimiento ambos aspectos.

Como decíamos al principio, la tradición clásica, esto es, la economía clásica y neoclásica, centraba su interés en materias como el valor, el mercado, la producción o la distribución. En definitiva, en materias que hoy llamaríamos microeconómicas, a salvo de los temas monetarios y bancarios, que constituían un mundo autónomo, pues, con excepción de las crisis bancarias, el dinero era el «velo monetario» y la teoría económica se ocupaba de asuntos «reales». No quiere ello decir que el pensamiento clásico no tratase estos temas, hubo grandes especialistas como Henry Thornton, Thomas Tooke o Walter Bagehot, pero nunca formaron parte del corpus central de la teoría económica.

La herramienta fundamental del análisis era, y aquí radica la diferencia central con el enfoque moderno, la racionalidad de los agentes económicos. Esto conducía a posiciones de equilibrio de los mercados o, dicho de otra forma, a óptimos de satisfacción. El mercado era el mejor asignador de bienes, servicios, capital y mano de obra. El corolario es que el Estado debía abstenerse o intervenir mínimamente. No otra cosa es el liberalismo clásico de raíz anglosajona, aunque también, como hemos visto, autores franceses, como Frederic Bastiat o Jean Baptiste Say, o la escuela austriaca de Friedrich von Wieser y Carl Menger, contribuyeron de manera significativa a esa escuela de pensamiento.

Este edificio, trabajosamente construido durante más de cien años si tomamos a Ricardo como el padre fundador, se viene abajo con el keynesianismo y la crisis de entreguerras. Lo que aquí nos interesa subrayar para el propósito al que queremos llegar es que, a partir de Keynes y de los desarrollos formales de su modelo, la disciplina llamada teoría económica se divide en microeconomía y macroeconomía, y así se consagra en todos los centros de estudios económicos. Es cierto, sin embargo, que esta distinción obedece también a otras dos razones. Por un lado, la crisis de 1929 y en general los acontecimientos de entreguerras se ven como un fracaso generalizado del pensamiento liberal y por lo tanto de las tradicionales enseñanzas de los modelos clásico y neoclásico (a partir de John Stuart Mill). Por otro, el desarrollo de la contabilidad nacional y su paralela e indispensable herramienta, la estadística y la matemática aplicada (econometría), baste recordar a Colin Clark, Simon Kuznets o Wassily Leontieff, también contribuyen a afianzar esa distinción.

La «macro», más como justificación de políticas económicas que como avenida abierta a profundizar en el análisis, se impone sobre la «micro». El resultado del keynesianismo es esa fe ciega en que los economistas y, a través de ellos, los políticos y el Estado son capaces de llevarnos por la senda del crecimiento indefinido, el pleno empleo y la prosperidad, sin mayores esfuerzos. La macroeconomía, además de ser mucho más atractiva que la microeconomía, resulta mucho más gratificante. El modelo keynesiano se sacraliza y se vulgariza de tal manera que es la justificación de todo tipo de intervenciones y políticas populistas. En su versión más simple se puede vender como que la intervención del Estado, fundamentalmente con más gasto -financiado con más impuestos, más deuda, más inflación o una combinación de las tres– lo resuelve todo: el Estado como el gran ingeniero social. Estamos, pues, a las puertas del socialismo. No se precisa para nada a Marx, más aún, resulta altamente inconveniente por farragoso, anticuado y doloroso.

El keynesianismo, en cuanto predominio del análisis macro, tuvo su época dorada en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los felices treinta años de crecimiento sostenido entre 1945 y 1973, por tomar una referencia generalmente aceptada, como es la suspensión definitiva de la convertibilidad dólar-oro y la primera crisis petrolífera. El pensamiento académico empieza a bascular hacia el monetarismo, en el que las preocupaciones sobre las consecuencias de la inflación adquieren una relevancia primordial, desplazando la visión complaciente del keynesianismo. Son los años en que Paul Volcker, presidente de la FED de 1979 a 1987, logra reducir la inflación galopante en Estados Unidos elevando los tipos de interés a niveles de dos dígitos, nunca vistos, ni antes, ni después. Posiblemente, en las actuales circunstancias, de presentarse una situación similar, la autoridad monetaria no tendría el suficiente apoyo político y social para actuar como entonces lo hizo. La tolerancia a aumentos del nivel de precios –inflación― es ahora, desgraciadamente, mucho mayor. El modelo monetarista, por llamarlo de alguna forma –nunca tan explícitamente formalizado como el keynesiano– será el dominante en los siguientes treinta años, más o menos, hasta, quizá, principios de este siglo o finales del XX. Puede tomarse como fecha de referencia o bien la finalización del mandato de Alan Greenspan, sucesor de Paul Volcker en la FED, año 2006, o bien al estallido de la crisis crediticia en 2008.

En todo caso, lo que aquí nos interesa es que el foco del análisis académico va progresivamente apartándose de las construcciones generalizadoras, agregadas, sean keynesianas o monetaristas, hacia estudios más concretos de la actuación de los agentes económicos y del funcionamiento de los mercados, caracterizados por la relevancia en los llamados «fallos del mercado», tales como la información asimétrica o la racionalidad limitada. No obstante, el reconocimiento de que la competencia no es siempre posible y que muchos mercados son imperfectos y susceptibles de mejora no supone una crítica radical al modelo de economía capitalista, de propiedad privada y libertad de precios.

El pensamiento de tradición clásica tampoco fue ajeno a la insuficiencia del análisis de equilibrio. Los conceptos de «economías externas», “«economías de escala», o «competencia imperfecta» pueden rastrearse en Alfred Marshall. Pero es cierto que en el último cuarto del siglo XX y más aceleradamente ya en este, se multiplican los estudios basados en enfoques del comportamiento del consumidor sujeto a restricciones reales, como costes de transacción, información asimétrica o insuficiente, preferencias temporales, situaciones de riesgo, bienes compartidos, etc, que llevan a la adopción de decisiones alejadas de la racionalidad óptima, la del homo economicus, que predicaba la teoría clásica. Ejemplo de una visión radical de la información asimétrica con connotaciones sociales críticas de más calado lo tenemos en Joseph Stiglitz y Paul Krugman, premios Nobel en 2001 y 2008 respectivamente.

Pero Esta no es la posición mayoritaria, aunque sí la más popular, por razones fáciles de imaginar. La aplicación de métodos experimentales para obtener resultados validados por los datos y aplicables a soluciones concretas implica la aceptación del mercado y un esfuerzo consciente por mejorarlo, no por eliminarlo. Un ejemplo mencionado en el capítulo «Cómo dar a la gente lo que necesita» es el de la donación de órganos, estudiado por Alvin Roth, premio Nobel de Economía en 2012. Otro más conocido es el diseño de las subastas de radiofrecuencia en la industria de las telecomunicaciones, donde el espectro disponible es limitado. Dos economistas, Robert Wilson y Paul Milgrom obtuvieron el Nobel en 2020 conjuntamente por sus aportaciones en este tema, citado también por Erik Angner. La lista de ejemplos sería excesivamente prolija, pero no nos resistimos a mencionar el caso del inversor bursátil, o dicho de modo más académico, la teoría de la valoración de activos, recogida parcialmente en el capítulo «Cómo hacerse rico».

La pregunta es: ¿los precios del mercado reflejan el verdadero valor de un activo financiero? Y, en concreto, en el mercado bursátil, ¿puede un inversor superar el rendimiento del mercado dado por la rentabilidad de un índice representativo? La respuesta de la teoría económica, y también de la experiencia, se llama teoría de los mercados eficientes, que básicamente dice que a largo plazo es imposible batir al mercado. Lo cual tiene dos implicaciones prácticas: a largo plazo, la inversión en un fondo pasivo, referenciado a un índice representativo del mercado, es siempre superior a la gestión activa a través de fondos de inversión sectoriales o simplemente de selección de carteras ad hoc. A corto plazo, la historia es diferente. El mercado no es eficiente en todo momento, puede haber «burbujas», en consecuencia, hay espacio para la especulación, pero el riesgo de equivocarse es enorme. El corto plazo es el ámbito del profesional. Estas ideas que parecen sencillas pueden evitar muchos disgustos. Su reconocimiento culmina en el año 2013 con la concesión del Nobel de Economía a Eugene Fama y Robert Shiller.

Y vamos a terminar. How Economics Can Save the World es una buena introducción, divulgativa, de algunos de los logros de la economía del comportamiento. Esta evolución reciente de la teoría económica tiene, por decirlo brevemente, sus pros y sus contras. Empezando por los segundos, el más obvio es la «dilución» del análisis económico en un magma indeterminado, con fronteras muy porosas, donde caben la sociología, la psicología, la matemática, el derecho o la teoría de la organización corporativa, sin pretender ser exhaustivos. Auguste Comte estaría encantado, pues siempre consideró que la sociología era muy superior a la Ciencia Económica y que aquella debiera abarcar a esta última como un mero agregado. El riesgo es, pues, que el enfoque multidisciplinar, con aportaciones de otros campos, termine socavando el rigor propio del análisis económico, o dicho de otra forma, que el enfoque institucionalista acabe imponiéndose, lo que llevaría, en efecto, a la teoría económica a convertirse en mera sociología aplicada. Otro riesgo, no descartable, es el postulado de afirmaciones simples encubiertas en aparatos matemáticos complejos, o verdades de sentido común. La realidad es que ninguna ciencia escapa a este peligro y hay que convivir con el mismo. Si solo un porcentaje de investigaciones ofrece resultados que mejoran el bienestar colectivo, el esfuerzo habrá merecido la pena.

En sentido contrario, los estudios experimentales y las ideas recogidas en el libro que comentamos pueden evitar, o al menos, limitar la deriva simplificadora de la economía y su reducción a economía política. El análisis y la comprensión de cómo y por qué actúan los agentes, consumidores, productores, inversores o ahorradores; la dinámica y variedad de los mercados, la organización de las empresas, las limitaciones que encuentra el consumidor y su protección, todos son temas de la economía del comportamiento que debieran llevar a una mejora de la educación económica y financiera de los ciudadanos. Este es el «pro», aspecto positivo, o punto central al que queríamos llegar.

Libros como el que reseñamos son útiles porque mejoran la compresión de la actividad económica, capacitando al ciudadano para tomar decisiones más correctas en su vida diaria, valorando su libertad de elección y no a esperar soluciones mágicas provenientes de los poderes públicos, basadas en una desconfianza primigenia en la actividad privada y en general en los mercados. Esos valores están en la base del progreso de las economías desarrolladas, con sistemas liberales y con intervenciones limitadas y juiciosas. Exactamente lo contrario de lo que vemos diariamente en muchos países, donde el keynesianismo sirve para justificar cualquier intervención estatal, para predicar impuestos más elevados, para aumentar el gasto y la deuda sin control y cuyo resultado no es otro que más ignorancia y más pobreza.

Entonces, y en definitiva, ¿pueden los economistas mejorar nuestra vida? La respuesta es claramente afirmativa y este libro contiene algunos ejemplos valiosos. Pero lo terrible es que los economistas pueden también empeorar dramáticamente nuestra existencia. Sus ideas, a veces equivocadas, tienen una difusión y alcance superior a lo imaginado. La mejora de los conocimientos económicos básicos es indispensable si queremos mantener el progreso y la libertad de nuestras sociedades.

Carlos Pérez de Eulate es economista del Banco de España.

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«Hasta que la deuda nos separe», mural en Lisboa. Imagen: Ehud Neuhaus
«Hasta que la deuda nos separe», mural en Lisboa. Imagen: Ehud Neuhaus

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