En los años 1876-1877, dos caballeros españoles, Mariano de Pardo y Figueroa («El Doctor Thebussem») y José Castro y Serrano («Un cocinero de S. M.»), intercambiaron opiniones sobre «el comer y beber bien» en la España de la Restauración Criticó el primero el imperialismo culinario francés y apoyó ilustradamente la formación de una cocina nacional española, mientras que el segundo defendía que «la cocina moderna universal ha nacido y se ha desarrollado en Francia». Se inició entonces una polémica erudita y permanente que ciento treinta y cuatro años después recrea Michael Steinberger en un libro concebido como acta de defunción de la supremacía culinaria gala.
En realidad, los primeros diagnósticos alertando sobre la gravedad del mal francés se remontan, al menos en Estados Unidos, a mediados de la década de los noventa y se hicieron universalmente conocidos en 2003, cuando el Magazine de The New York Times anunció que «la vanguardia de la cocina» no residía ya en París, sino en Barcelona: en realidad se refería a Rosas, en una de cuyas calas esta situado el restaurante de Ferran Adrià, sobre quien, poco después, nada menos que Le Monde se preguntaba si no era el mejor cocinero del mundo. Steinberger, que no esconde su admiración por la cocina francesa, se esfuerza en explicar detalladamente las razones por las cuales lo que era una de las más excelsas manifestaciones del «genio francés» se ha convertido en algo «rígido, sentimental, increíblemente caro y aburrido». Las diversas razones pueden resumirse en cinco grandes apartados sin que la siguiente relación implique prioridad alguna:
1) Los grandes cocineros franceses volvieron la espalda a la larga tradición –iniciada acaso en el siglo xvii por La Varenne y reafirmada a finales de la década de los sesenta del siglo xx por el movimiento de la nouvelle cuisine– para seguir las huellas del pontífice Bocuse por el camino de la conversión de la profesión en grupos mediáticos de negocios relacionados con la buena mesa y del chef en un auténtico ejecutivo, cuya personificación actual más sobresaliente es Alain Ducasse. En otras palabras, la cocina francesa dejó de innovar.
2) En esa decadencia influyó también un conjunto de circunstancias muy diversas que van desde el socorrido apartado calificado como «las fuerzas del mercado» al tradicional «dirigismo» del Estado francés, con su multitud de mecanismos interventores en el sector (impuestos, controles sanitarios, autorizaciones administrativas, burocracia abusiva e inspecciones sin cuento).
3) En un alarde de imaginación, no falta la referencia al «mayo de 1968» como expresión del cambio de los tiempos y prueba de la aparición de un clima que repudiaba, incluso en el ámbito de las cocinas, el autoritarismo.
4) La dictadura de las famosas Guías Michelin. Su papel como árbitro indiscutible de lo que es –o debe ser– un buen restaurante es cada vez menos respetado. Quizá sea excesivo calificarla como una «influencia maligna» que «desanimaba la creatividad, exigía un nivel de opulencia que convierte la buena comida en algo atractivo y accesible únicamente para viejos carrozas ricos y era inaceptablemente opaca en sus métodos de inspección», al decir de una publicación gastronómica alternativa Resulta, sin embargo, que cada vez son más los cocineros que renuncian a las famosas «estrellas» como condición para poder seguir los senderos de la innovación y adaptarse a los cambios de todo tipo que está experimentando la restauración, a lo cual se añade la sensación que rodeó al suicidio del cocinero Bernard Loiseau en febrero de 2003, debido, a juicio de algunos de sus colegas, a la presión surgida de las malas críticas recibidas y, sobre todo, a la amenaza de no mantener sus tres estrellas en la guía de ese año y perder dos puntos en la Gault Millau.
5) Aun cuando no lo menciona expresamente, Steinberger no cesa a lo largo de su libro de contraponer los «museos culinarios» en que se han convertido los restaurantes franceses con la impresión de vitalidad que desprenden los mejores establecimientos españoles, estadounidenses o ingleses y recoge escuetamente afirmaciones de algún que otro chef galo que evidencian el menosprecio en que mantienen a la cocina española
Pese a todo, el lector se encuentra con un epílogo en el que el crítico lamenta profundamente la decadencia de una cocina que confiesa amar. Semejante conclusión puede sorprender a quien candorosamente haya creído que Steinberger iba a ofrecer una alternativa a la cocina francesa; de hecho, así lo parece en muchas de las páginas de la obra, pero el autor se las ingenia para dar marcha atrás pretendiendo que no se note que lo hace. Cierto que ejecuta la maniobra con elegancia; ahora bien, esto no implica que la lectura de las casi doscientas cincuenta páginas sea una pérdida de tiempo, pero sí que tiene uno derecho a lamentar que no se haya planteado el que posiblemente es el auténtico dilema: ¿seguirá existiendo la alta cocina –francesa, española, estadounidense o italiana– o se impondrá la cocina que alguien ha calificado como «bistronómica» y otros como la apuesta de «democratización de la alta cocina»? En todo caso, siempre nos quedará la cocina popular a la que refiere el segundo libro de esta reseña.
CONSERVANDO EL FUTURO
La cocina española ha despertado desde hace siglos la atención de visitantes extranjeros a quienes sus profesiones –diplomáticos, militares, banqueros o comerciantes– o su curiosidad –literatos, aristócratas diletantes– les atraían hacia nuestro país y que dejaron relación escrita de sus impresiones. No pocas de esas memorias recogen detalladamente las reacciones, sorpresas y rechazos que los alimentos y la culinaria hispana les provocaron. Franceses e ingleses fueron los más conspicuos y Paul Richardson merece ingresar en tan ilustre cofradía por el libro que a continuación se comenta.
Fruto de un largo viaje por la geografía peninsular, el autor, afincado desde hacía tiempo en Extremadura, recorrió atentamente el país, combinando visitas nada menos que a diez de entre los mejores restaurantes, con el paso por fondas, bares y otros establecimientos más modestos. El propósito y las creencias que le guían son, por un lado, una sorpresa, a saber: «que, en cuestión de ingredientes y en la riqueza de su traducción culinaria regional, la cocina española era comparable a las famosas de Italia y Francia» (pp. 28 y 29); por otro, una duda: ¿sería España capaz de mantener el delicado equilibrio, que llega a calificar de «esquizoide», entre «lo viejo y lo nuevo, de la solidez de la tradición y la locura futurista»? No es fácil encontrar un respuesta clara a estas dos cuestiones en las 448 páginas del libro, evocadoras de «las gentes y los paisajes» –descritos con una cariñosa precisión–, pero de ellas se desprende un indiscutible amor al país y a su cocina –pretérita y actual–, propósitos que, si bien no elevan su obra a las alturas de la magnífica Guía del buen comer español, de Dionisio Pérez, son motivos más que suficientes para que su lectura se recuerde con agrado a pesar de sus frecuentes errores y de algún que otro descuido en la traducción