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Informe sobre el tedio en la era digital

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Una de las representaciones más célebres del aburrimiento es la contenida en Ennui , el cuadro de Walter Richard Sickert fechado en 1914 que cuelga en las augustas paredes de la Tate Gallery de Londres: un hombre de mediana edad fuma un cigarro sentado en un sillón, con la mirada perdida, mientras a su espalda, una mujer se apoya, erguida pero ligeramente inclinada, sobre una cómoda. Aunque la escena puede dejar cierto margen para la interpretación, la disposición y naturaleza de los personajes sugiere una escena doméstica, probablemente una larga relación matrimonial, así como un determinado estado psicológico explicitado en el título: el tedio. Es llamativo que el cuadro fuese pintado en el mismo año en que se desencadenó la Gran Guerra, que para muchos jóvenes de la época representó una sacudida deseable a la vista de la monotonía que –creían– asolaba sus vidas. Sin embargo, el cuadro empieza a resultar ininteligible para los observadores contemporáneos, por la sencilla razón de que ninguno de los dos protagonistas tiene en la mano la que hoy se nos aparece como sencillísima solución para el tedio que los consume: un teléfono móvil.

¿Quién se limita hoy en día a esperar a la persona con la que ha quedado mirando al cielo, llevando un teléfono en el bolsillo? ¿Es que quedan muchos ciudadanos que se sienten en un sillón de su casa a ver pasar las horas, en lugar de ver pasar las imágenes de su ordenador? ¿Tenemos tiempo siquiera para preguntarnos qué hacer con nuestro tiempo?

Habría que preguntarse si el aburrimiento ya no es posible. En un artículo publicado en la revista británica Prospect hace unos meses, al que ya se ha hecho referencia en este blog, Jacob Mikanowski sostenía que la digitalización está alterando de manera sustancial aspectos capitales de la experiencia humana y demandaba, en consecuencia, una nueva fenomenología orientada a dar cuenta de ese proceso. Su propia sospecha es que la comprensión tradicional de la identidad como algo vivido hacia dentro se vuelca ahora hacia fuera. Entre otras cosas, esa fenomenología tendría que ocuparse del aburrimiento, fijándose como hipótesis de trabajo su desaparición del campo de nuestra experiencia y, como posibilidad alternativa, la mutación de sus formas.

Martin Heidegger, en su célebre disquisición sobre el tema, plantea un ejemplo que puede servirnos para ilustrar esta ideaManejo la edición norteamericana: The Fundamental Concepts of Metaphyisics. World, Finitude, Solitude (Bloomington, Indiana University Press, 1995). Hay, sin embargo, edición española: Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad, trad. de Joaquín Alberto Ciria, Madrid, Alianza, 2009.. Si nos encontramos en una estación alpina aguardando un tren que tardará todavía cuatro horas en llegar, sugiere el filósofo alemán, el aburrimiento se abatirá sobre nosotros como una plaga. Aunque tengamos un libro, seremos incapaces de abrirlo, porque estaremos atrapados en una situación de aburrimiento. Bien es cierto que no sólo podemos aburrirnos de las cosas, sino también con ellas. Y también se da un aburrimiento anónimo que carece de fundamento reconocible, pero que no por ello deja de afectar decididamente a nuestro ánimo.

No obstante, podemos preguntarnos si la misma sensación de aburrimiento nos invadiría si estuviéramos en posesión de un smartphone en esa misma estación de tren y pudiéramos matar el tiempo con él. En principio, de acuerdo con la intuición fundamental de Heidegger, no tendría que haber ninguna diferencia entre el libro y el teléfono: ambos objetos de atención deberían aparecérsenos como muertos debido a la particular situación de aburrimiento en que nos encontramos. De manera análoga, la inquietud nos invade mientras esperamos a alguien que llega tarde y nada logra distraernos mientras transcurre ese tiempo cuya percepción es transformada por el punto de vista de quien lo vive: la duración, por decirlo con Bergson, está determinada por el contenido de la experiencia.

Pero un libro no es un smartphone. Sin duda, el libro logra sacarnos de nosotros mismos, pero es un objeto donde la presencia de los demás es fantasmagórica: la realidad es invocada en sus páginas, está representada en ellas, pero no registran actividad propia a la que no demos vida nosotros. En cambio, un teléfono móvil o artefacto análogo con conexión a la red está vivo, porque registra la actividad simultánea de los demás. Mikanowski tiene razón: la identidad vivida hacia dentro se contenta fácilmente con la propia compañía, mientras que la identidad volcada hacia fuera necesita de los demás como interlocutores o testigos. Pero habría que añadir algo más: es una identidad reticular, que se configura a partir de la suma de sus conexiones, la privación de las cuales puede provocar, en consecuencia, una crisis de identidad. Claro que, ¿por qué habría que desconectarse? Podríamos pasar las horas en la estación alpina charlando con amigos a través de aplicaciones de mensajería instantánea, consultando las redes sociales y haciendo comentarios en ellas, viendo algunos vídeos o visitando páginas web. El aburrimiento situacional no puede sino rendirse ante las seducciones de la conectividad.

¿Y qué hay del aburrimiento existencial? También Heidegger se refiere al mismo cuando subraya la importancia del Stimmung, que puede traducirse como ánimo, pero también como ajuste: entre nosotros y la realidad. Es el estado de ánimo en que nos encontramos el que determina nuestra relación con el exterior: el enamorado ve la realidad desbordante de sentido, mientras que el abandonado la encuentra carente por completo de ella. Pero es una deficiencia de la realidad lo que experimentamos, como le sucede al protagonista de El tedio, la novela de Alberto Moravia: «El tedio es para mí una especie de insuficiencia, incapacidad o escasez de la realidad»Alberto Moravia, El tedio, trad. de Pilar Giralt, Barcelona, Debolsillo, 2005, p. 17.. Y en términos parecidos se expresa Bernardo Soares, el heterónimo pessoano que identifica en sí mismo la fuente de esa insuficiencia: «La monotonía de todo no es, sin embargo, sino la monotonía de mí»Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, trad. de Ángel Crespo, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 75.. Finalmente, para Charlie Citrine, estudioso del tema en una de las mejores novelas de Saul Bellow, «el yo autoconsciente es el lugar del aburrimiento». Y lo es por razones que aquí nos interesan, a saber, su desconexión vital:

Porque ser plenamente consciente de uno mismo como individuo es también estar separado de todo lo demás. Éste es el reino del espacio infinito en una cáscara de nuez del que habla Hamlet, las «palabras, palabras, palabras» de «una prisión danesa»Saul Bellow, Humboldt’s Gift, Nueva York, Penguin, 1996, p. 203. (p. 203).

Pero, ¿y si el yo aislado y solitario deja de existir en virtud de su conectividad permanente? ¿Y si vemos reducida nuestra autoconciencia por confundirse nuestro flujo de conciencia individual con un flujo de conciencia colectivo que se encuentra en perpetua ebullición? Dejamos de oír una sola voz, la nuestra, para participar en un diálogo colectivo que acaso merezca el nombre de «poliálogo», tal es la cantidad de voces que toman parte simultáneamente en el mismoLa expresión es de Hans-Joachim Schellnhuber : «“Earth system” analysis and the second Copernican revolution», en Nature, vol. 402, supl. 2 (1999), pp. 19-23.. Las redes nos sacan de nosotros mismos sin pausa, modificando incluso la forma en que nos representamos: se produce una multiplicación de los espacios interiores que implica la transformación de la intimidad en extimidad. Más aún, como ha puesto de manifiesto recientemente Laurence Scott, la vida digital está llena de momentos de suspense que nos mantienen en alerta perpetua: «el aliento contenido mientras observamos cómo se escribe una respuesta, la pequeña premonición cuando un amigo se marcha sin anuncio previo de una conversación o retrasa sus intervenciones en el marco del vivo ritmo del chat». Ni que decir tiene que la alerta es un estado radicalmente incompatible con el tedio. Al mismo tiempo, el internauta no mantiene con el medio digital una relación análoga a la del espectador de los medios tradicionales; ahora el contacto físico con la tecnología es permanente: una relación de intimidad radicalmente individualizadaAdrian Athique, Digital Media and Society. An Introduction, Cambridge, Polity Press, 2013, p. 67.. Así pues, el aburrimiento apenas puede sobrevivir a un contacto físicamente intenso que nos ensimisma mientras nos transporta fuera de nosotros mismos.

Subsiste, en principio, el problema del significado. El filósofo noruego Lars Svendsen señala que el aburrimiento es ante todo un resultado de la ausencia de significado, que a su vez ha sido producida por la desaparición de las estructuras tradicionales de significado, en combinación con una crítica romántica que demanda un sentido personal para un mundo que no está hecho para nosotrosLars Svendsen, A Philosophy of Boredom, Londres, Reaktion Books, 2005, pp. 31-34.. ¡Alienación! Este profundo aburrimiento encontraría alivio en el comportamiento radical, que rompe la temporalidad ordinaria que nos aburre y está llamado a sacudirnos el tedio por la vía de la transgresión. En último término, sin embargo, la transgresión permanente termina por ser ella misma aburrida al dejar de ser transgresión. La extravagancia nacida del tedio es un callejón sin salida, salvo que la salida sea el nihilismo: un callejón con salida al abismo.

Ahora bien, la vida digital se caracteriza por un permanente aplazamiento del problema del significado. Somos requeridos de manera constante por nuestra contraparte digital, esa identidad paralela en la que somos nosotros, pero al tiempo somos otros, máxime si atendemos a la diversidad de foros en los que –al igual que la vida offline– nos desenvolvemos, desempeñando en cada uno de ellos papeles distintos. Si el poeta es un fingidor, no digamos el internauta. No tenemos, en fin, tiempo para el significado; o dicho de otra manera: no tenemos tiempo para preguntarnos a qué dedicamos el tiempo.

Si atendemos a lo que dice Thomas Mann sobre la relación entre el tiempo y el aburrimiento, nos encontramos con una interesante paradoja cuya veracidad conviene comprobar cuando del tiempo digital se trata. En el cuarto capítulo de La montaña mágicaThomas Mann, La montaña mágica, trad. de Isabel García Adánez, Barcelona, Edhasa, 2005., el novelista alemán pone en entredicho que la monotonía y el vacío en los contenidos vitales hagan más lento el transcurso del tiempo. Es así en buena medida, pero esa vacuidad es capaz –advierte– de contraer unidades de tiempo más largas, disipándolas hasta reducirlas a la nada. Por el contrario, las horas plenas vuelan en el día, pero dan al paso general del tiempo una solidez que ralentiza su paso medido en años o décadas.

¿Cuál es la naturaleza del tiempo digital, es decir, del tiempo que empleamos conectados a la red y en contacto con otros internautas, ya sea éste actual o potencial? Hay que empezar por subrayar esa potencialidad del contacto, esa general disponibilidad al mismo. Máxime porque ese contacto puede ser provocado mediante un tuit, un correo electrónico o un comentario en el chat, que obligan a la respuesta de los demás y, por tanto, nos sitúan en posición de espera de la misma. El tiempo digital es así un tiempo organizado en torno a la expectativa. Es, también, un tiempo durante el cual nos situamos en condiciones de responder a quienes demanden nuestra atención. Por lo general, se trata de contactos leves, banales, apresurados. En el mejor de los casos, se caracterizan por el ingenio y la ironía; en el peor, por una superficialidad sin redención posible más allá de la actualización consoladora de nuestra socialidad. Si la intimidad decimonónica de las clases educadas estaba poblada por las voces de la novela, y la burguesía occidental del pasado siglo ha tenido en la radio y la televisión su compañía doméstica, los sujetos tardomodernos habitamos un espacio fantasmal lleno de mensajes y comentarios que nacen de la nada, demandando nuestra respuesta inmediata. Porque el tiempo digital es, asimismo, acelerado y ha contribuido a acelerar el tiempo analógico que coexiste con él.

Si evaluamos ese tiempo digital en los términos que plantea Thomas Mann, seguramente nos inclinaríamos por incluirlo dentro de la primera de las categorías que describe: un contenido absorbente que, sin embargo, dada su uniformidad y superficialidad, comprime las unidades amplias de tiempo y acelera su transcurso. Por supuesto, hay muchos contenidos digitales plenamente significativos; pero si nos atenemos a las interacciones en las redes sociales, por más interesantes que sean los debates en que nos embarquemos en ellos, en caso de que lo sean, suelen dejar una sensación intensa de tiempo malgastado, aunque adictivo: reconfortante durante su experiencia directa, pero amargo en su recolección posterior. Ese tiempo perdido no podría ser recobrado al final de la vida. Sería ingenuo, en cualquier caso, sugerir que sólo abandonando las redes sería posible escapar de esa forma de tedio retrospectivo; ya no podemos salir de las redes y es bueno cobrar conciencia de ello. Pero la pregunta por el significado, suspendida de momento por la intensidad de nuestras adicciones digitales, está llamada a regresar. Y quizá la respuesta incluya una reformulación –al estilo hipermoderno– del concepto de aburrimiento. Tal vez éste no sea, en el futuro próximo, la monotonía de uno mismo, sino la monotonía de los demás.

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