Ensayos RdL

Actualidad y pensamiento político

La democracia naufragada

Antonio Muñoz Molina y yo somos amigos y casi de la misma edad (le saco dos años). Lo de la edad es importante, no por la magia cohesiva que se atribuye a las generaciones, sino porque empatar en edad es empatar en algo infinitamente más importante que las opiniones: a saber, la posición vital. En esencia, Muñoz Molina y yo éramos muy jóvenes cuando murió Franco, y la política profesional nos caía a desmano. Con cinco, seis años más a la espalda, es posible que nos hubiésemos aproximado a las cosas desde un encuadramiento partidario. O quizá no, porque no creo que nos haya llamado Dios por ese camino. El caso es que la muerte de Franco nos sorprendió estudiando, no militando en sentido estricto. Al revés que Antonio, yo ni siquiera militaba en sentido laxo. Estaba cursando quinto de Física, rama teórica, y la política me interesaba como puede interesar la teología a un no creyente. De La sociedad abierta y sus enemigos, de Popper, o de Capitalismo, socialismo y democracia, de Schumpeter, no se pasa a la acción directa sin dar un paso que yo no di. Esto, en lo que mira a las cosas que se hacen. En lo tocante a las que se piensan, absorbí muchas de las certezas rutinarias que saturaban el ambiente y a las que era casi imposible sustraerse por aquel entonces. Estas certezas no se revelaban en forma de argumentos, sino de reflejos.

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Actualidad y pensamiento político

Los pillan a todos

Yo fui uno de esos pesimistas olímpicos que, como dijo alegremente Boris Johnson cuando acabaron los Juegos, nos sentimos dispersados y desconcertados  por el éxito clamoroso de Londres 2012. Suponía que algo iría mal; todo fue bien. Creía que la gente se quejaría de lo que habían costado; nadie parece lamentar ni uno solo de los peniques gastados. Fueron un triunfo: ahora lo acepto. Pero hay una sola cosa que sigo resistiéndome a admitir. Antes de que empezaran los Juegos Olímpicos existía el temor de que se vieran ensombrecidos por un escándalo de dopaje o por el constante goteo de un gran número de positivos en los controles. Al final, aunque algunos atletas sí que fueron descalificados (incluida la ganadora de la medalla de oro en el lanzamiento de peso femenino y un yudoka estadounidense que culpó de su positivo por marihuana a haberse comido unos pasteles por error), los Juegos se mantuvieron más o menos libres de dopaje. Enseguida hubo rumores sobre la sensacional nadadora adolescente china Ye Shiwen, pero superó los controles y conservó sus medallas.

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La filosofía en defensa de la religión

Las grandes transformaciones culturales, como la aparición de nuevos ideales morales o el surgimiento de innovadoras concepciones del mundo, carecen de fecha de nacimiento, pues se constituyen por la acumulación paulatina de una multitud de mínimos elementos que se separan imperceptiblemente de la tradición vigente. En cierto modo, siguen la ley del gradualismo, tan esencial para la teoría de la selección natural; quedan descartados los cataclismos que cambian repentinamente el panorama cultural o biológico. No obstante, la necesidad académica de precisión fuerza a inscribirlas en el calendario de un modo más o menos arbitrario. ¿Cuándo el saber secular, la filosofía, comenzó a marchar separada de la teología e incluso por caminos diversos y hasta opuestos? Sería imposible declararlo sin discusión. Sin embargo, en el proceso inquisitorial abierto a Galileo, la historiografía ha encontrado un hito de suficiente importancia para proponerlo como inicio del divorcio del saber y la fe. En el convento de Santa Maria sopra Minerva, entre cuyos muros se celebró el proceso judicial al ilustre físico, se certificó la ruptura de la alianza entre la ciencia y la religión que, con altibajos, se había conservado durante mil quinientos años desde que se expandió el cristianismo por la cuenca mediterránea.

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Simenon en familia

En los años treinta del pasado siglo, además de novelas populares, Georges Simenon escribía reportajes sobre sus viajes por Francia, África, Turquía y la Europa del Norte y del Este, y hacía miles de fotos. Las instantáneas de su cámara parecen tomadas en los ambientes que el escritor imaginaba para sus novelas: en Pietr, el Letón (1931), la primera novela oficial del comisario Jules Maigret, se ve «una fonda mal iluminada, de paredes sucias, con un mostrador en el que se enmohecían algunas pastas secas y tres plátanos y cinco naranjas trataban de formar una pirámide». Hay una correspondencia entre la rotundidad en blanco y negro de las fotografías del ocasional periodista gráfico y la contundencia de sus imágenes verbales, hechas de lo que llamaba palabras-materia (mots-matière), «equivalentes de los colores puros», esas palabras simples que nombran cosas simples como un mostrador o una naranja. Pero Simenon negaba en 1982, casi al final de su vida, haber sido un realista: «Es absolutamente falso, porque si yo fuera realista, escribiría exactamente las cosas como son. Y es preciso deformarlas para ofrecer una verdad mayor. Para ofrecer la verdad profunda, hay que deformar la realidad».

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Actualidad y pensamiento político

La economía frente al sentido común

Hace unos meses circuló en las redes sociales un vídeo de 2007 en el que un par de campesinos sorianos anticipaban el desbarajuste económico en el que andamos. La predicción de aquellos hombres no tenía otro fundamento que el sentido común, ese que se condensa en el viejo saber según el cual «no se puede estirar más el brazo que la manga». Al terminar la visión de la grabación no pude por menos de acordarme de las cobardonas respuestas de los notables economistas de la London School of Economics a la pregunta de la reina de Inglaterra: «¿Cómo es que ustedes no lo vieron venir?». La cobardía, en cierto modo, hablaba bien de los economistas, de su vergüenza torera: una emoción que, según parece, no cabe dar por supuesta en ese gremio. Otra cosa era la precipitación de las contestaciones, como si los pillaran de improviso. Eso resultaba más difícil de entender, no ya porque unos cuantos –sin levantar mucho la voz, eso sí– habían avisado de lo que podía llegar a suceder, sino sobre todo porque, a estas alturas, con lo baqueteados que estaban, deberían venir de casa con las respuestas ensayadas, como los políticos.

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Loco por ser salvado

La corta vida, el gran talento y el último dólar de Jack Kerouac estaban a punto de consumirse cuando la joven escritora Joyce Glassman le compró una cena consistente en perritos calientes y judías un sábado por la noche en Nueva York en enero de 1957. Glassman comprendió que estaba sin un céntimo, pero del resto no se enteraría hasta más tarde. Pensó que Kerouac era hermoso, con sus ojos azules y su piel bronceada. Acababa de volver de pasar sesenta y tres días solo en una de esas torres de vigilancia para detectar incendios en medio de las Montañas de las Cascadas, al noroeste de la costa del Pacífico, donde escribió furiosamente en su diario y se sintió atormentado por sombríos pensamientos de mortalidad. Glassman tenía veintiún años, había nacido y se había criado y educado en el Upper West Side de Manhattan. Había leído la ambiciosa primera novela de Kerouac, The Town and the City, creía en el poder redentor del amor y estaba abierta a prácticamente cualquier cosa. Cuando Kerouac le preguntó si podía quedarse en su casa, situada en la parte alta de la ciudad, ella contestó: «Como quieras».

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