Ensayos RdL

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Azorín, medio siglo después

¿Qué queda de Azorín cuando se cumple el cincuentenario de su muerte? Ya entonces, su óbito se vio como el solemne cierre de una época: «El último…» era, por ejemplo, el lacónico título del editorial de La Vanguardia del 3 de marzo de 1967, al día siguiente de su muerte. El periódico catalán rendía así un sentido homenaje al postrer desaparecido de los grandes escritores de fin de siglo que, por invitación de uno sus mejores directores, Miquel dels Sants Oliver, había sido colaborador asiduo. Pero en 1967 ya se habían celebrado los dos primeros centenarios de la llamada generación del 98: el de Unamuno, en 1964, proyectó alguna áspera sombra polémica, por cuenta de su trayectoria política; en 1966, el de Valle-Inclán consagró un encendido reconocimiento estético y una imagen de disconformidad que no harían sino crecer en los años siguientes; luego llegaron la conmemoración del primer siglo de Pío Baroja, en 1972, que trajo una renovada corriente de simpatía por el escritor, y en 1973, la del propio Azorín, en la que abundaron más los ceñudos aguafiestas y la polémica ensombreció bastante el brillo académico de su recuerdo. 

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Las claves del futuro: de Homo sapiens a Homo Deus

La tesis central del libro sugiere que en los albores del tercer milenio la agenda humana ha cambiado y que los problemas que nos inquietan de cara al futuro son ahora bien distintos. Se refiere a la lucha contra el envejecimiento y la búsqueda de la inmortalidad, la conquista de la felicidad y la posibilidad de intervenir de manera activa en el futuro de la humanidad a través de los avances tecnológicos. Se trata de procesos sobre los que se intuye que puede llegarse a ejercer un control, pero que todavía están fuera de nuestro alcance. Está claro que estas nuevas preocupaciones no son, ni de lejos, las del común de los humanos, pero sí son las que inquietan a los principales centros de investigación científica y tecnológica y, por tanto, las que acaparan la mayor parte de las inversiones en investigación. En otras palabras, nos guste o no, la nueva agenda de la humanidad la decide sólo una elite y esto no es previsible que cambie en los años venideros. Volveremos sobre este tema más adelante.

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Un rebelde en la Unión Soviética

Ramón J. Sender tenía treinta y dos años cuando viajó a la Unión Soviética en mayo de 1933. Ya era un escritor conocido y aclamado en España como periodista y como novelista social. El viaje a Rusia lo llevó a cabo en el epílogo de la transición de una crisis política, cuando abandonó el anarquismo en que había militado hasta pocos meses antes, atraído por la eficacia revolucionaria de los preceptos comunistas (aunque nunca militó en el partido). Sender pretendía que su reflexión teórica sobre la revolución se afianzara con la experiencia directa de la nueva sociedad que estaba construyendo el bolchevismo. El resultado fueron unas crónicas publicadas primero en el periódico La Libertad, y reunidas más tarde en el libro Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934. En él, Sender demuestra un enorme talento como escritor, una gran capacidad reflexiva y un espíritu que quizá fuera atrevido llamar escéptico, y que tal vez fuera sólo suspicaz, propio del periodista que sabe que la verdad es el objetivo rector de su trabajo.

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Presente y futuro de la desigualdad global 

Los setecientos expertos mundiales que participaron en la elaboración del informe Global Risks 2014 durante el Foro Económico Mundial celebrado en Davos (Suiza) designaron la desigualdad en los ingresos como el asunto que mayor impacto podría tener sobre la economía mundial en la próxima década, por delante de los eventos climáticos extremos, el alto desempleo, las crisis fiscales y los riesgos geopolíticos. Más recientemente, el mismo Foro de Davos incluyó la desigualdad global entre los ocho temas clave sometidos a discusión en 2016. Cuando parece vislumbrarse la salida de la profunda crisis económica y financiera vivida en el mundo desarrollado, pocas preocupaciones son tan visibles como los actuales niveles de desigualdad, que alcanzan en muchos países valores no conocidos desde finales de la Primera Guerra Mundial, en un proceso de elevación que se inició a comienzos de siglo y que se vio acentuado por la incidencia de la crisis económica.

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Arthur Koestler en París (1946)

Haber aprendido sus primeras letras en un Kindergarten experimental en Budapest y el hecho de que su madre hubiera sido paciente de Freud en Viena no explican, ellos solos, la vida desmedida que llevó Arthur Koestler desde su nacimiento (1905) hasta su muerte (1983). Siendo todavía adolescente, trabajó en la Viena de entreguerras dentro del movimiento sionista que entonces dirigía Zeev Jabotinsky. Después de irse a un kibutz en Palestina, de ejercer como aparejador en Haifa y de hacerse vendedor de baratijas en un bazar de El Cairo, abandonó el sionismo en 1932 y, de inmediato, se afilió al Partido Comunista alemán, trabajando a las órdenes de Willi Münzenberg.

Un tipo notable este Münzenberg, que acabó asesinado en Francia a manos de un agente estalinista durante los tormentosos días de la primavera de 1940. Fue él quien, por cuenta del Kominterm, inventó el halago político hacia los intelectuales europeos para utilizarlos en beneficio de la causa. Con cierto desdén, Münzenberg se refería a ellos como «el club de los inocentes». 

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Actualidad y pensamiento político

Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

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