Ensayos RdL

Artes y espectáculos

Paul McCartney, el Beatle tranquilo

John Lennon ha pasado a la posteridad como el principal genio creativo de los Beatles. Sus propias declaraciones contribuyeron a promover esa imagen: «Yo empecé la banda. Yo la disolví. Tan simple como eso». Paul McCartney siempre ha ocupado un lugar secundario, lastrado por la fama de blando y sentimental. La trágica muerte de John Lennon consolidó su condición de mito moderno. No ya sólo del pop, sino de la cultura, donde ocupa un lugar privilegiado como un espíritu inconformista, provocador y visionario. Su oposición a la guerra de Vietnam, su pacifismo militante y sus originales performances lo situaron más allá de la música, aproximándolo a una especie de santidad laica. Aunque algunas biografías han cuestionado esta interpretación, aireando sus flaquezas y sus miserias, el apego al mito ha prevalecido sobre cualquier intento de rebajarlo. Mientras tanto, la figura de Paul se ha mantenido en el plano de los mortales. Nadie ha negado su talento musical, pero su celebridad nunca ha disfrutado de una connotación mítica. Simpático, sencillo y avispado, podría ser el hijo de un vecino de escalera. Su éxito colosal produce asombro y quizás envidia, pero la fama no lo ha transformado en una leyenda. Podría ser el yerno perfecto, cariñoso y atento o, sencillamente, la estrella que no ha olvidado a sus amigos. ¿Verdaderamente es así? ¿Lennon debe ser recordado como un genio que ha trascendido el terreno de la música, y McCartney como un brillante compositor, pero con una mente mucho menos inspirada y una trascendencia artística notablemente menor?

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Sexo sin derecho: las lecciones de Martha Nussbaum

A principios del año 2016, y a propósito de la imputación por agresión sexual del actor Bill Cosby, la conocida filósofa Martha C. Nussbaum, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (2012) y una de las más prolíficas e influyentes pensadoras contemporáneas, se descolgaba con un artículo en The Huffington Post en el que rememoraba un desagradable episodio de su juventud. En los siguientes términos: «En el invierno de 1968, cuando era una emprendedora joven de veinte años, tuve un enorme flechazo con un actor conocido que pronto se convirtió en otro de esos idolatrados papás de la televisión americana. Era verdaderamente un buen actor y en aquella época representaba un papel importante en la escena teatral neoyorquina. Tenía alrededor de cuarenta años. Tras salir un par de veces con él una noche le pedí que me llevara a mi apartamento. Tenía alguna experiencia sexual, pero no mucha; sin embargo, decidí ser lanzada pues nos encontrábamos a finales de los años sesenta y sentía que debía sumarme a la cultura imperante. A diferencia de las mujeres agredidas por Cosby, ciertamente yo quería acostarme con él. A lo que no consentí fue al repugnante, violento y doloroso abuso que él se permitió conmigo. Recuerdo gritar pidiendo ayuda, sin resultado, y a él diciendo: “Es parte del sexo”».

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El enigma de los nazis cultos

¿Hay alguien que todavía dé por hecho que los nazis eran masas incultas o que las atrocidades del Tercer Reich fueron cometidas mayoritariamente por sádicos borrachos sin formación? A esas personas, este libro de Christian Ingrao les resultará revelador, aunque a estas alturas de la abundante historiografía sobre el nazismo parece improbable que esa opinión siga estando extendida. En las últimas décadas ha ido abriéndose paso con éxito en nuestro imaginario occidental un nuevo arquetipo: el del nazi elegante y altamente cultivado, que disfruta de la música y de la poesía mientras ejecuta sin vacilar a cientos de civiles por su propia mano. Por citar sólo unos pocos ejemplos conocidos, Luchino Visconti da vida al nazi elegante y culto Aschenbach, el oficial de las SS de La caída de los dioses (1969); éste asoma de nuevo en la figura histórica de Amon Göth en La lista de Schindler (1993), de Steven Spielberg; y más recientemente, en el SS ficticio Maximilian Aue de la novela Las benévolas (2006), de Jonathan Littell. Es probable que, entretanto, la creciente popularización de esa otra idea tipificada de nazi haya ido ganando terreno a la figura del bárbaro embrutecido.

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Cuando los vascos eran de Marte y los catalanes de Venus

Durante el llamado «procés» (y quizá como parte esencial de él) se puso de moda la idea ciertamente extravagante de que la ausencia de una solución en el horizonte para el secular «problema catalán» era culpa exclusiva del Gobierno del Partido Popular y que, por encima de todo, hacía falta diálogo ante el golpe de Estado perpetrado en Cataluña bajo el repetido eufemismo de «procés». No seré yo quien elogie el talento o la sutileza política del partido en el gobierno; pero todo parece indicar que, muy al contrario, el PP no ha sido culpable de nada, salvo en la medida en que ya haya dialogado demasiado con el nacionalismo catalán a lo largo de décadas de concesiones constitucionalmente inaceptables, y ello con grave perjuicio para la minoría castellanohablante, sistemáticamente preterida en el debate político, y de la que, sorprendentemente, sigue sin hablarse bajo su genuina denominación de minoría segregada.

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Contra el nihilismo

Por absurdo que parezca, la idea de que uno puede tener razones para hacer unas cosas y abstenerse de hacer otras es controvertida. En la rama analítica de la filosofía ?la que se practica en los países anglófonos? ha dominado hasta nuestros días un subjetivismo que niega que existan genuinas razones prácticas. Para esta corriente filosófica, la normatividad, en sentido estricto, no existe. Según reza la conocida expresión de Hume, «la razón no es ni puede ser más que la esclava de las pasiones, siendo su única función servirlas y obedecerlas». No puede considerarse irracional, continúa Hume, «a quien desea su propia ruina o la destrucción del mundo». Cuando alguien dice que tiene una razón para hacer algo y que, por tanto, debe hacerlo, está disfrazando con lenguaje normativo lo que, en realidad, no es sino la expresión de un deseo. Las razones son, según esta teoría, deseos encubiertos; y la racionalidad práctica, una quimera.

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Pongamos que hablo de Madrid

Madrid, como toda gran ciudad, y más si es capital y vieja, ha prestado el paisaje y el paisanaje a multitud de obras literarias. Mas la personalidad literaria de Madrid se ha convertido, con el paso del tiempo, en un cúmulo de contradicciones y también de despropósitos que podrían volver loco a cualquier compilador que pretendiera sistematizar las opiniones –literarias o no– que, desde tiempo inmemorial, viajeros o vecinos de esta Villa han venido desgranando sobre ella con aprecio o con desprecio, con amargura o cariño, con una sonrisa o con un látigo. «Ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan lejanas de un mar o de un río, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué»: así se expresaba acerca de Madrid el donostiarra Luis Martín-Santos en su madrileñísima novela titulada –y con tanta razón– Tiempo de silencio (1961). Unos años antes (1949), un cronista enamorado de Madrid, Federico Carlos Sáinz de Robles, había escrito: «Destartalada ciudad sin pretensiones por su pasado y sin exigencias para su futuro».

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