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El Marco Polo de Shklovski

Marco Polo

Víktor Shklovski

Barcelona, Arpa, 2024

Traducción, notas e introducción de Ricardo San Vicente. Posfacio de Xavier Aldekoa

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El Marco Polo de Víktor Shklovski es probablemente el libro más ruso-soviético que pueda encontrarse sobre el célebre viajero veneciano del siglo XIII: el esfuerzo de una expresión literaria creada en la URSS en tiempos de Stalin. Estamos ante un relato atestado de significados universales sobre el efecto del viaje en la realización del ser humano; y a la vez, ante un autorretrato del autor inserto entre las líneas de un dibujo para desentrañar al alma de Marco Polo, a modo de réplica a la propuesta que, a finales de 1935, había realizado Leonid Léonov en Camino hacia el Océano. O también, empleando los detalles de la vida del personaje estudiado en el propio estudioso, ante una guía para la nueva era, en línea con el monumental trabajo titulado El canal de Stalin entre el mar Blanco y el mar Báltico. La historia de una construcción (1934), un texto coral en el que Shklovski y otros treinta y cinco autores describen, según su propia declaración, «la victoria heroica de la energía humana organizada de forma colectiva sobre las fuerzas elementales de la naturaleza agreste del norte, la ejecución de una grandiosa obra hidrotecnológica».

Pero es difícil entender a este Shklovski comprometido con la causa soviética, donde había por igual chekistas y purgados tan célebres como Mijaíl Zóschenko o Dmitri Mirski. Y es que la literatura rusa en la dura década de 1930 es difícil de entender en su conjunto, incluso ayudándonos con los diarios de Yelena Bulgákova, en cuyos apuntes podemos tratar de inferir cuál era el sentido de la vida para ese pináculo de la intelectualidad soviética. Como escribe Karl Schlögel en Terror y Utopía. Moscú en 1937 (2014): «Los Bulgákov vivían en un edificio junto con los Mijálkov, con Víktor Shklovski y otros escritores. Allí reina siempre un agitado movimiento. La lista de los visitantes puede leerse como un quién es quién de la intelectualidad literaria y artística ruso-soviética de esos años».

El caso Shklovski resume a la perfección la mística revolucionaria del Octubre Rojo ante el empuje de los radicales, esos que no dudaban en difamar incluso al músico Dmitri Shostakóvich por su tibieza a la hora de elogiar los objetivos bolcheviques. Shklovski es mucho más que el escritor que trasciende su condición: es un narrador de historia. A los lectores que sienten especial apego por su Marco Polo les cuesta digerir el papel que tuvo en los debates del Sindicato de Escritores en mayo de 1936; y a la inversa, cuando se presenta el robusto polemista, cuesta pensar en el narrador en busca de la verdad del viaje de Marco Polo contado por él mismo a su compañero de celda, el escritor de novelas Rustichello da Pisa, que había sido apresado en la batalla de la Meloria; al menos eso afirma Giambattista Ramusio en el prólogo a su Viaggi di Marco Polo, y aún añade más madera a la polémicasobre el personaje afirmando que Marco Polo pidió a su padre que le mandase scritture e memoriali para leer, a través de un gentil hombre de Génova, identificado como Andalò di Negro, maestro de Boccaccio.

En los últimos años Marco Polo ha sido sometido a todo tipo de revisiones, como advierte John Larner en su bien documentado libro Marco Polo y el descubrimiento del mundo (1999), aunque no es la calidad de la obra la que está en tela de juicio, sino la naturaleza de su autor (o autores), como había advertido Franco Borlandi en el clásico ensayo Alle origini del libro di Marco Polo (1962). ¿Qué clase de mercader es Marco Polo? Sobre todo, se trata de una revisión del aura biográfica y, por extensión, de apuntalar los rasgos de ese mundo que Paul Morand llama Venecias (1983), que afecta a las piedras y a los personajes centrales de su historia. Baste citar, en esta línea, el ingenioso ensayo de Pascal Bonafoux y Safed Zec Guide anachronique à l’usage de ceux qui admtetten de se perdre dans Venise (2023).

Larner achaca el tópico de Marco Polo a Giambattista Ramusio, su primer biógrafo y su descubridor, más allá de ser un famoso autor de relatos de ficción de tema caballeresco, pues lo presenta como un héroe veneciano, y en esta afirmación conduce al personaje a la obra, como si esta fuese un auténtico diario de navegación. Cuesta más defender la posterior decisión de Ramusio de cambiar el tema del libro de Marco Polo para pasar de Asia a «los viajes», tal y como avanza el título de la magna y muy personal obra de 1559 Navigazione e viaggi (aunque suulterior efecto en los escritores ingleses de libros de viajes, como John Leland o John Cabot, es algo escurridizo: cuando se llega a la conclusión de que Polo, el veneciano, es el más ilustre y más digno de alabanza por haber abierto el mundo de las siguientes generaciones, el lector que admira a Marco Polo guiña un ojo).

Son docenas los escritores que siguiendo a Ramusio han acomodado el personaje a su obra, muchos por un entusiasmo ante la fuerza telúrica del relato, a cuya fatigosa reconstrucción dedicó parte de su tiempo Luigi Foscolo Benedetto, que en 1928 realizó una edición crítica de la versión toscana de la obra de Marco Polo confrontando los setenta y ocho manuscritos conocidos con unos sesenta más que fue descubriendo en sus pesquisas por las bibliotecas del mundo. Esta es la línea que seguirá, y completará, Valeria Bertolucci Pizzorusso, que en 1975 ofreció una edición definitiva para la editorial Adelphi. Tampoco debemos olvidar la propuesta de Antonio Aniante en su Marco Polo (1960), reservada a los miembros del Club International du Livre e impresa por L. F. De Voss & Co.,en Amberes, con una tirada de tres mil ejemplares, todos numerados. Esta lectura recibió un cumplido comentario en la biografía de Jacques Heers Marco Polo (1983), que llega hasta el sutil elogio en L’occhio del mercante (2023), de Gabriella Airaldi.

En el Polo de Shklovski hallamos una definición de cómo la obra explica la vida, en una línea que se acerca intencionadamente a la novela de Nikolái Ostrovski Así se templó el acero. Al igual que esta, el Marco Polo de Shklovski se concibe como un Bildungsroman, una novela de aprendizaje,  que  ofrece una original clave interpretativa en el apartado final, el último capítulo: «La cultura humana no se ha creado en Europa, ni en el mar Mediterráneo, ni se debe a los italianos, ni a los escotos, ni a los alemanes, ni a los árabes, como tampoco a los habitantes de Asia Central, ni a los rusos, ni a los chinos, sino que es fruto de los esfuerzos de toda la humanidad, de todo el mundo».

Este final podría haberse incluidoen cualquier sitio, quizás incluso como prólogo, pero en ese caso estaríamos ante un ensayo, cosa que este libro no es, aunque tampoco sea una novela en sentido estricto. Es un relato abierto, constructivista ―de los que tanto gustan a Jurij Lotmann y Umberto Eco―, en el que se ofrece la idea de que la trayectoria del joven Marco Polo podía haberse desviado en cualquier momento, incluso antes de empezar, y entonces su viaje, que es su vida, no tendría sentido, ni existiría una obra producto de sus recuerdos. Pero al no desviarse, se ve desde el inicio que el misterio queda anudado en lo cotidiano. Por eso sitúa en el capítulo que llama final el término de la vida que se relata en la obra. Precisamente, lo llamativo de Shklovski es su poco habitual visión de Marco Polo. En el texto, cada episodio termina con la muerte simbólica del protagonista, seguida de una inmediata resurrección. Así, pues, se trata del relato de un muchacho (veneciano, por supuesto, el peso de Ramusio está ahí) desde la vida en las plazas públicas entre canales esperando al padre y al tío que, según le dicen, están en una misión comercial, hasta el conocimiento absoluto. Cada uno de los treinta y nueve capítulos en la historia de la vida de Marco se corresponde con una etapa en el viaje de iniciación, que hace que entre en ellos con un titánico esfuerzo de comprensión, pese a que una lectura superficial lleve en otra dirección. Sabemos que, en el caso de Marco Polo, estamos ante un personaje de la historia contaminado por miles de intentos de definir su personalidad y su relato, que Rustichelo llamó Devisement du monde. En este sentido, la idea de que la aventura define la existencia es un obsequio que se le hace al lector,situándolo en un espacio de la imaginación en el que se puede jugar una y otra vez. De nuevo, el modo de superar los viejos folletines «burgueses» de Walter Scott o Alexander Dumas y percibir que la vida, por muy difícil que sea, hay que afrontarla lejos de la sombra oscura y rencorosa de los personajes de Dostoievski.

Víktor Shklovski en los años 20. Imagen: Wikimedia

Shklovksi avanza en la escritura a medida que descubre el espacio vital del protagonista de su relato. En cuanto a Venecia, no intenta añadir nada más a lo ya dicho desde Shakespeare en adelante, y deja a un lado el modo de captar el hastío que describe Vittore Carpaccio en su pintura, lo que también explica que su aproximación a los orígenes de la ciudad se base en el respeto por las costumbres y las usanzas vénetas: «Era este un país que miraba al mar, tierra de barcas, y en Bizancio al color azul marino lo llamaban veneciano». Y un juicio para centrar su postura: «La ciudad de Venecia se alzó sobre los bancos de arena porque temía los peligros de tierra firme». Hoy todo eso lo sabemos por el esfuerzo descriptivo de Cees Nooteboom en Venecia, el león, la ciudad y el agua (2019), aspectos que han marcado el tono desde hace mucho tiempo. Shklovski insiste en ver a la ciudad, sus emblemas y su agua como efecto de la irrupción de los hunos en el siglo V, cuya llegada «tan grande terror causó, que las aves salvaban a las crías llevándolas en sus picos hacia los pantanos salados del mar». Es evidente que necesita explicar al lector un hecho que parece obvio, pero está oculto, y que sin embargo forja el carácter de Marco Polo, a saber, que «así vivían los venecianos en aquella estrecha ciudad levantada sobre los bajíos de la gran isla. Viajaban lejos, pero poco contaban acerca de lo que veían. Los caminos eran secretos, pues conducían a la riqueza». Hoy, gracias a los estudios de Gerardo Ortalli, podemos ajustar de inmediato estas observaciones.

Existe una segunda alusión de Shklovski al poder de la Serenísima en el capítulo «El león de San Marcos se alza sobre la Adriática»:

Venecia tenía ciudades rivales. Una de ellas era Amalfi, pero la destruyeron los pisanos. Las lagunas protegían a Venecia. Los barcos venecianos ayudaban a Bizancio, y por ello Venecia obtuvo en el año 1085 nuevos privilegios y dominios, e incluso un barrio propio en la misma Constantinopla. En el Bósforo se encrespaban altas y cortas las olas. El puerto de Constantinopla estaba protegido del enemigo por una puerta enrejada, de madera, y en la costa se alzaba un titán, la estatua del emperador Justiniano, que, amenazante, señalaba con la mano hacia Oriente, lugar de procedencia de los sarracenos. Constantinopla comerciaba y barcos venecianos transportaban las mercancías.

El recurso a ese trozo de historia de Venecia está bastanteen línea con el clásico libro de Charles Dielh, Une république patricienne: Venice (1918), cuya traducción al español por Augusto E. Lorenzana ―para la colección Austral de Espasa Calpe, bajo el título: Una república de patricios: Venecia―fue todo un referente durante los años treinta. Shklovski no podía seguir a Aleksandr Aleksándrovich Vasiliev, autor de la celebrada obra Historia del imperio bizantino (1928) y ofrecer una lectura geopolítica de las relaciones Venecia-Bizancio a finales del siglo XI, cuando llega al Imperio la dinastía de los Comnenos. Porque ¿cómo podía él, un sospechoso habitual, citar a un famoso disidente, excluido el 2 de junio de 1925 de la Academia de Ciencias de Rusia tras haberle hecho caso al colega Mijaíl Rostóvtsev yemigrarar a Occidente para recalar en la Universidad de Wisconsin-Madison? Curiosamente, el relato de Shklovski se impregna, a su manera, de bizantinismo ruso, en este caso del de Georgie Ostrogorski. A nadie sorprende el modo de abordar la Cuarta Cruzada: es demasiado obvio. ¿Y cómo podía ser tan obvio el saqueo ulterior? Shklovski en su línea escribe:

… y Constantinopla fue saqueada. Los cuatro caballos de bronce dorado que adornaban el hipódromo de Constantinopla fueron llevados a Venecia y colocados en la fachada del templo de San Marcos. Allí siguen todavía. También fueron a parar a Venecia las puertas de bronce de la catedral de Constantinopla y los venecianos se llevaron además numerosas estatuas, columnas de mármol blanco, negro y de colores, y de serpentinas. Las arcas venecianas se enriquecieron.

Incluso los debates actuales en los que se cuestiona la autenticidad de algunos acontecimientos de la Cuarta Cruzada están llenos de misterio, según señala D. M. Nicol en Byzantium, Venice and the Fourth Crusade (1980), y ratifica a su modo y manera Robert Bevan en su manifiesto Mentiras Monumentales (2023), en el que, citando a John Ruskin (sí, al Ruskin de Las piedras de Venecia) en su tratado-ensayo Las siete lámparas de la arquitectura (1849) afirma «que nadie se lleve a engaño: es imposible, tan imposible como resucitar a los muertos, restaurar lo que fue grande y bello en arquitectura».

Ahora bien, si debemos leer a Shklovski al modo del bizantinismo ruso-soviético para hacernos una idea de su postura sobre la relación Venecia-Imperio bizantino, ¿qué debemos tener en cuenta cuando en el capítulo cuarto se enfrenta al tema de Asia Central en el siglo XIII bajo el sencillo epígrafe de «Los tártaros»? Hoy contamos, además, con el estudio de S. A. M. Adshead, Central Asia in World History (1993) para disipar muchas dudas. Entonces podríamos leer la descripción de Shklovski pensando que se trata de una narración suave, una soft story tan en boga hoy, ya que, pese a su ligero escepticismo respecto a la leyenda biográfica, parece clara su aceptación de los análisis soviéticos sobre el pasado medieval de Rusia en la estepa. Y por eso, Shklovski escribe con una intencionada aura poética:

Por la estepa, desde los confines del mundo, de allí de donde no llegaba noticia alguna, avanzaban los tártaros. Marchaban de las profundidades del continente hacia el mar. […] llevándose consigo pueblos enteros; el primer cuarto del siglo XIII está teñido del color del fuego.

Aquí el bolchevique comprometido y el narrador delicado no entran en conflicto. Shklovski trata en primer lugar, y satisfactoriamente en la línea de renovación soviética de la historia, el papel de los tártaros en esta: «El mundo, sumido en el paroxismo del terror, descubrió su propia inmensidad». E inmediatamente después, desde el capítulo cuarto en adelante, realiza una dramaturgia implacable del mundo de una familia de mercaderes venecianos, los Polo, que vivían en la isla de Rialto «en una casa de madera con un techo entablado», como punto de partida al gran acontecimiento que enmarca, y explica, la vida de su biografiado, pues «de esa casa partieron los mercaderes, el señor Nicolò y el señor Matteo. Marchaban a comerciar a Oriente». ¿Acaso no sintió en ese momento el placer de exagerar la realidad doméstica de los Polo lo máximo posible? Una mujer embarazada que no sabía cuánto tiempo estaría separada de su esposo. Para Shklovski, la perspectiva de un viaje de Venecia a Karakorum, capital de los mongoles, es una aventura cuyo paralelismo solo puede encontrarse hojeando las páginas de el Canto del Príncipe Ígor. La entrada en la estepa, pongamos sus palabras: «La estepa era ancha. Los pueblos se perdían en ella; se mezclaban como se mezcla la hierba en los prados. Los mercaderes seguían adelante por las largas rutas de las caravanas». Una breve cita para situar el problema. Siempre me he preguntado qué cara debió poner Shklovski cuando el historiador Lev N. Gumilev le ignoró en su importante libro La búsqueda de un reino imaginario (1970), donde Marco Polo solo aparece como testimonio, a su libro no le interesa el personaje, y menos sus circunstancias, y así se aleja de Shklovski, poco sensible a la conexión nestoriana de esta historia. ¿Lo hizo además porque en su calidad de hijo de la poeta Anna Ajmátova, Gumilev se distancia de las versiones líricas de los textos medievales? ¿O porque en su investigación no entraba la loa del personaje? En todo caso, Shklovski se deja llevar por su propia dinámica y entra en el capítulo clave con el epígrafe «Cae la desgracia sobre los mercaderes». Las crónicas son también así, solo que él es más intenso: pocos autores utilizan la premonición de los protagonistas de sus historias tantas veces como él, ni siquiera los cronistas del siglo XIII que fijaron una escatología en los viajes por Asia Central. «Los mercaderes [Polo] miraban la jirafa apesadumbrados, pues regalos tan asombrosos solo podían presagiar una cosa: la guerra». Por eso añade más adelante y para finalizar el capítulo: «Los mercaderes Polo se marcharon antes de que los ejércitos iniciaran los combates».

Los acontecimientos vinculados a la guerra aparecen pocas veces; las campañas de los mongoles pesan tanto como el hecho de que las mujeres que esperan a sus maridos de viaje por la Ruta de la Seda cuelgan los salchichones para ahumarlos junto al fuego. Shklovski, escritor de una narrativa sobre el viaje a China de los Polo, es un hombre de muchos relatos donde compagina lo épico y lo cotidiano.

Dejando atrás el desierto, fueron estas murallas de adobe [de la ciudad de Bujará] las que vieron los mercaderes: unos muros de un gris oscuro, coronados de almenas.

Una vez aquí podría citar páginas y páginas de sentimientos parecidos: los lectores de Shklovski me agradecerán que no lo haga. Por suerte, esta primera parte de nueve capítulos toca a su fin. Pero al llegar a Venecia, los mercaderes Polo se encontraron con una situación que no esperaban. Es un poco melodramático este final, como si se tratase de una ópera rusa:

En esos años, Venecia había cambiado. Se habían levantado casas de piedra y habían aparecido nuevos puentes. Los barcos se apiñaban en el puerto. En casa de Nicolò reinaba el abandono. La esposa había muerto. El hijo había cumplido quince años. Nunca había visto un jardín mayor que el de la plaza frente a la iglesia de San Marcos, con sus diez árboles. Ni había visto nunca otros caballos que los de bronce en el templo de San Marcos.

Esta es la valoración que Shklovski hace de la vida adolescente de Marco Polo, en una casa arruinada por la ausencia del padre (y del tío paterno, claro), huérfano de madre, de correrías por las plazoletas de la ciudad de los canales, perdido en sus ensueños, «un noble, pues tenía escudo», un noble venido a menos, a la espera de una fortuna que tarda en llegar, en medio de un silencio difícil de completar pues apenas se sabe nada de esos años:

No se sabe si Marco Polo fue a la escuela. Ni siquiera sabemos si escribía y leía correctamente el italiano. Fue un compañero de cárcel, el pisano Rustichello, quien escribió su libro, una obra que empieza con las siguientes palabras: «Emperadores y reyes, duques y marqueses, caballeros y burgueses, y todo aquel que deseara conocer las diversas razas humanas y las diversidades de las partes del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean». Marco Polo dictó un libro para analfabetos.

Marco Polo, personaje y autor de un libro para analfabetos. Sin duda, esa conclusión es bastante discutible. En el siglo XIII hubo reyes que dictaron sus memorias, sin ir más lejos, el rey Jaime I de Aragón que da lugar al Llibre dels Feyts y, por otro lado, el gesto de escuchar los relatos era una práctica social asociada a la novela, vinculada al espíritu de la caballería. El anuncio de la partida de los tres Polo en dirección a Acre es el momento para legitimar el argumento central del libro, la relación entre la vida y la obra de Marco Polo. Shklovaski tiene buen ojo para percibir la manera en la que un autor de un relato de viajes protege obsesivamente su punto de vista, aun cuando parece cederlo. Podría decirse que tiene calado al Marco Polo viajero y al Marco Polo narrador cuando revela que fue en el camino a Erzerum desde Laias donde «Marco Polo vio por primera vez caballos de verdad». Y a renglón seguido se permite entrar de lleno en la doble naturaleza de su biografiado, viajero y narrador:

Así describía Marco Polo la Armenia menor: «El rey de Armenia Menor manda su país con justicia y está bajo el dominio tártaro. La región es rica en villas y castillos y abundante en todos los conceptos. Es Tierra que produce gran cantidad de caza, de animales y aves. Antiguamente, los hombres eran gallardos y valientes capitanes; ahora raquíticos y viles, y no tienen más condición que la de ser grandes bebedores».

Shklovski se deja cautivar por la idea de que el libro de viajes es el efecto de una experiencia biográfica. De hecho, anota John Larner: «El libro no carece de una cierta opacidad y, para poder entenderlo más exactamente, debemos profundizar en la cooperación entre Marco Polo y su coautor, Rustichello da Pisa, en el estilo que este le concedió y si este estilo ha colmado o traicionado el propósito original de Marco”. Shklovski sigue los pasos de Marco Polo desesperadamente, y luego intenta explicarlos del mejor modo que puede sin entrar en las dos alternativas hipercríticas hoy vigentes; una primera habla de que Rustichello solo se sirvió de un manuscrito de puño y letra del propio Marco al que sin embargo no conoció en la famosa prisión de Génova, en la que por lo demás nunca estuvo; una segunda apunta a que ni él ni su padre ni su tío viajaron a China y que todo es la fábula de unos empedernidos charlatanes, a la que un ingenioso escritor Rustichello «non Rusticiano» le puso forma de novela de tema caballeresco.

Ahora bien, dejando a un lado las ideas que la altamente refinada Barbara Wehr lanzó en 1993 en la revista Scripta Oralia de Tubinga, prefiero entender que Shklovski aceptó la veracidad del viaje y rastreó sus huellas en la obra con la pasión de un zorro que husmea en busca de la presa, en este caso el valor de los testimonios de un viaje por Asia Central hasta China y regreso a Venecia. Y todo eso al servicio de una manera de Devisement du monde, sin prestar atención al hecho de que el texto original fue progresivamente aumentado por copistas ansiosos por contribuir a mantener la oscilante lectura de un manuscrito que esta a mitad de camino entre una pratica di mercatura y un livre des merveilles. Lo que me lleva a una cuestión crucial en el análisis de Shklovski, la llegada de los Polo a la región de Hami, que Marco Polo denominó Camul, con un comentario que marca el sentido de la obra:

La provincia está enclavada en el desierto; de un lado hay un gran desierto, del otro, uno más pequeño que se recorre en tres jornadas… Son hombres de carácter alegre, que no saben más que cantar, tocar toda clase de instrumentos y darse a las delicias del cuerpo. Son hospitalarios, y si un extranjero viene a hospedarse en su casa, están encantados, ordenando a sus mujeres que hagan la voluntad del huésped. Ellos se van de la casa a ocuparse de sus asuntos y no regresan en dos o tres días. El forastero queda solo en casa de la mujer y hace lo que le parece; se acuesta con ella como si fuera su propia mujer, y ellos toman esto a mucha honra.

A las mujeres de Camul le gusta divertirse ―anota Shklovski de lo que deduce de Marco Polo–, aguardan a los foráneos para arrastrarlos al pacer. Esta es una costumbre a menudo comentada en las novelas de tema artúrico, atractiva para el espíritu del viajero que espera hallar lejos de casa lo que no tiene en la suya. La búsqueda de lo maravilloso es un espejo que refleja los deseos, a veces.

La caravana de Marco Polo dirigiéndose a las Indias, 1375. Imagen: Wikimedia

La mente de Shklovski es un espejo donde situar lo maravilloso y, sin embargo, cuando se trata del mundo de Camul lo entiende como una etapa más de un largo viaje que comienza a visualizarse para él en el momento en que «los mercaderes llegaron a la Gran Muralla china». Aquí quienes consideran una ofensa personal los errores fácticos de un escritor en la reconstrucción de una biografía histórica darán la espalda a Schklovski. Baste recordar la observación de Julia Lovell en La Gran Muralla (2006), de que en los tiempos en que viajaron los Polo los mongoles en lugar de levantar barreras prefirieron centrarse en las rutas comerciales y de comunicación que recorrían su extenso imperio, y construyeron puertas más que empalizadas hasta el punto de que es legítimo decir que  precisamente la ausencia de murallas pudo ocasionar la caída del poder mongol en 1368. Además, con su caída llegó la dinastía Ming, la más constructora de la historia china, y la que erigió la Gran Muralla en la forma que contemplan los visitantes actuales. Vamos, que Marco Polo no pudo ver la Gran Muralla china de la que habla Schklovski. En ese sentido, Schklovski tiene un crítico menos severo que Lovell, David Frye, que en su libro Muros (2019), aunque habla con toda claridad de las murallas, no se alarga demasiado en ellas, salvo para indicar que el nieto cosmopolita de Gengis, Kublai Khan, no se molestó en dedicar recursos del imperio a la vieja tradición constructiva, y eso que apreciaba mucho la cultura china. «Y así –concluye– durante un siglo, el pueblo chino, o lo que quedaba de él, pudo descansar de las arduas tareas de construir murallas». A los entusiasmos literarios suelen aplicárseles un escenario de lo más tópico para entenderlos mejor; si Marco Polo fue a China está claro que debió de toparse, y sorprenderse, por la Gran Muralla.

No obstante, igual que sucede con Antonio Aniante, la idea que tenía Shklovski de la China del siglo XIII y su deseo de enaltecer las aventuras de su mercader viajero son dos cosas muy distintas. La idea tópica de China que es su principal fuente de inspiración corresponde a la época de los Ming, quienes forjaron la imagen de China como una nación rodeada de murallas, y Shklovski la expuso así porque deseaba que la magia de su narración estuviese a la altura del texto glosado. No, la Gran Muralla no saludó la llegada de Marco Polo; se podrían decir que fue todo lo contrario, y sin embargo sobre eso no se discute mucho. Shklovski hace uso frecuente de cambios de ritmo en la escritura para adaptarse a los cambios de ritmo de la vida de sus protagonistas, cosa que literariamente le resulta muy útil, aunque se aleja de la propuesta que el propio Marco Polo quería hacer con sus memorias dictadas en la prisión de Génova. En realidad, los mercaderes llegaron por fin a la corte de Kublai Khan, y Marco Polo da por sentado que allí él solo podía vivir como soltero asceta.

El jardín de Kublai era maravilloso, y Shklovski se muestra sagaz respecto a la extraña manera que tenía el Gran Khan de renovar el círculo de mujeres que rodeaban a las cuatro esposas legítimas con las que había tenido diez hijos. En el palacio de invierno de Kublai en Kanbaluc, Kan-Balyk, actual Beijing (Pekín), Marco Polo aprendió a entender aquel reino de ensueño, donde en poco tiempo ascendió al rango de «señor Marco Polo», con derecho a viajar junto al estribo del Gran Khan. Y luego ¿qué? Shklovski insiste en las maravillas de aquel mundo para confirmar una y otra que «en este jardín florecía cual rosa Kublai Khan». Todo era perfecto, la administración, la conciencia política y, sobre todo, «la reinstauración de la academia de las ciencias, que se llamaba Bosque de los pinceles». Esta observación le lleva a ratificar la lectura que, según él, Marco Polo se hizo de «La Torre Celeste, el comité de sabios del Bosque de los Pinceles, donde Kublai Khan florecía como una rosa». Porque a esta altura de su libro Shklovski ha dejado claro que al hablar de la sofisticada y altamente erudita corte de Kublai Khan está hablando en realidad de los círculos de poder cultural que rodean al líder Josif Stalin, Secretario General del Partido Comunista de la URSS. Todos los rasgos que destaca en el Gran Khan pueden ser atribuidos sin reserva al camarada secretario general, cuando revela que Marco Polo asistió a un banquete de Kublai en ese bosque de los pinceles, un lector avisado de lo que ocurría en la década de 1930 en Moscú no puede evitar pensar en las cenas que organizaba Stalin en su Dacha construida por Miron Ivánovich Merzhanov, ese jardín de los cerezos al modo de Chéjov, donde asistían sus más íntimos colaboradores, los Beria del turno político. Cuando cita que «había mesas en abundancia en la corte del Gran Khan», remite al exceso de comida de las francachelas del camarada secretario general, organizadas siguiendo los pasos (y los consejos) de Zhdánov y, sobre todo al escribir que «cuando el Gran Khan bebía, todos se arrodillaban y se postraban ante él. Y el Gran Khan bebía mucho», era una referencia directa a la actitud de Stalin en sus cenas, donde se bebía mucho porque al líder carismático le daba por beber. Lo cierto es que Shklovski no perdió la ocasión para establecer los paralelismos entre una edad dorada en el exótico mundo de Kublai Khan y la nueva edad dorada que se abría en 1937 en la URSS tras las purgas de los disidentes, un grupo del que él había formado parte con anterioridad, pero del que buscaba la forma de salir. El hecho de que Marco Polo llegue al conocimiento de la diversidad del mundo, como reza el capítulo diecisiete, tras la estancia en la corte del Gran Khan, le proporciona a Shklovski la coartada para evitar el recelo que tiene por la labor de Stalin. Y aquí su supuesta biografía de Marco Polo presenta a otro Marco Polo en el que pensamos rara vez, un observador que compite con los muchos sabios en el pequeño mundo literario del Gran Khan, como él mismo hace compitiendo con los círculos de la inteligencia soviética en el pequeño mundo literario que rodea a Stalin. Porque si Marco Polo dice que el Gran Khan «posee el secreto del alquimista más avisado», él advierte eso mismo en Stalin, el hombre devenido acero gracias a la revolución. Lo que necesita es una línea comparativa válida que permita leer entre líneas. La alquimia del Gran Khan era convertir en oro unos pequeños trozos de papel que nadie se atrevía, bajo pena de muerte, a rechazar. Y así, escribe Shklovski: «los mercaderes toman esos papeles en pago de sus mercancías y con ellos se pagan las perlas, las joyas, el oro y la plata. Y el papel que vale diez besantes no pesa ni uno».

Esa política económica, le gustaba a Marco Polo, insiste Shklovski, al igual que la política económica de Stalin fija el precio de las cosas al margen de las leyes del mercado, siguiendo los criterios de los economistas que desafían la plusvalía en beneficio de las relaciones de producción. De este modo una frase de Shklovski adquiere todo su significado: «Marco Polo comprendía el meollo de estas operaciones. Decía que de este modo las mercancías no se pagaban a alto precio, pues el dinero era de papel». Y por supuesto la advertencia dicha a continuación sobre esa particular manera de entender la política económica:

Al principio, los mongoles emitieron dinero en papel con mesura, pero con el tiempo el papel moneda puesto en circulación alcanzó la suma de 1.248.270.000 rublos. Esto sucedía ya cuando reinaban los sucesores de Kublai Khan, y tan grande fue la ruina entre las gentes que en el año 1359 se produjo una rebelión. Y, al cabo de diez años, los mongoles fueron expulsados de China.

Una muestra perfecta del estilo Shklovski. Marco Polo inició su viaje. Hay que estar atentos a los paralelismos. Se van a intensificar más que nunca. Este proceso de adopción del pasado para explicar el futuro que se estaba construyendo en el presente penetra en la conciencia subliminal del lector como lo hace el cuchillo del charcutero en el costado de la pieza de jamón. Así se va construyendo la «biografía» de un mercader del siglo XIII pensando en un líder carismático del siglo XX. Recorre un trayecto lleno de analogías. Por ejemplo, cuando llegan al sur de China y comprueban alarmados una evidencia. Así lo narra Shklovski al comienzo del capítulo dieciocho:

La China meridional aun no había sido conquistada; allí continuaba reinando la dinastía Sung. Las naves que por allí pasaban pagaban aranceles a los chinos y no a los mongoles. No todos los artesanos y mercaderes pertenecían al Gran Khan; en la costa del mar de China no circulaba el dinero de papel.

En 1937, como efecto del terror implantado por Stalin, se planteó la idea del universo ruso, ese territorio extranjero próximo, como era en el Marco Polo de Shklovski la China meridional. Había que hacer algo. La unificación es anexión por la fuerza de las armas: «las naves de Kublai Khan llegaron a las islas», como las tropas soviéticas estaban prestas para hacerse con los territorios eslavos que rodean a Rusia. ¿Cómo criticarlo? Shklovski encuentra una ingeniosa salida de: «Mientras el complot invadía toda la corte de Kublai Khan, Marco Polo, el explorador, viajaba por China y parecía pensar en otras cosas». A partir de este comentario se puede ver la temible y difícil situación personal de Shklovski, derivada del extraño momento histórico en el que le había tocado vivir. 1937 no es un año bueno para mentes sutiles, ni en Moscú, ni en Barcelona. Los intelectuales formados en los ideales de los que ellos mismos llamaban la revolución de octubre de 1917 vivían horrorizados y fascinados a la vez por la vida de las familias de la nomenklatura que residían en la Casa del Gobierno. La literatura encomiástica, tipo Así se templó el acero de Nikoláï Ostrovski, impide ver el miedo a una grieta en el sistema estaliniano por la que pudiera entrar el miasma de la critica a los valores soviéticos. Según esta posición en el mundo de la URSS hacia 1937, el afecto y la repulsión son las dos caras de una misma actitud política. Todo el proceso desarrollado a continuación por Shklovski en lo que le queda de biografía de Marco Polo, el relato sobre la ciudad de Hangzhou, la conversación con un viejo chino, la sublevación contra el Gran Khan, el acceso a la gobernanza de Marco Polo, el derecho a denominar «Cipango» al viejo archipiélago nipón, los aires de rebelión y el deseo de regresar a su tierra de origen constituyen el entramado de un argumento con el que se intenta presentar la repulsión por estar en tierra ajena como efecto de la decisión de retornar a su país, causante a su vez de una profunda fatiga, obligándole a aceptar el viaje de regreso que le propone el Gran Khan, por el proceloso mar, por donde nadie había salido airoso. Para Marco Polo lo importante es salir cuanto antes: «solo piensa en la partida», anota Shklovski en frase enigmática, si nos atenemos al modo de proceder del personaje. Pero a la altura del relato las analogías le han llevado a un laberinto de ideas contrapuestas, incluso afirma que Marco Polo «resolvió volver a casa por mar».

Shklovski se interesa por el viaje en barco como una experiencia compartida entre Marco y la princesa que lleva consigo para casarse con el Ilkhan Arghun de Persia. Este arquetipo que aparece en Las mil y una noches, cargado de erotismo reprimido. ¿Cómo no seguir de cerca lo sucedido en el reducido espacio de un barco? Shklovski se pone estupendo. Una osadía que llena de preguntas sin respuestas:

No sabemos qué hubo entre la princesa y Marco Polo. ¿Acaso ella escribiría con almizcle el nombre de su compañero en la mejilla, como se cuenta en Las mil y una noches? ¿Lloraría él sobre ella sin atreverse a desatar su cinturón, como lloró otro mercader, Hanib-ibi-Ajiub, que casualmente tuvo que llevar a casa a una concubina del califa? ¿O la noche hurtaba la vergüenza, como decían los árabes? ¿Guardaba Gous –el último embajador que quedaba en el barco– a la princesa que llevaba a su señor?

Retrato del Kublai Kan, por Anige de Nepal (1294). Imagen: Wikimedia

En su lectura de este momento del viaje, Ramusio había insistido en los motivos de permanecer los Polo en Persia mientras buscaban con afán una oportunidad para llegar al Mar Negro; Shklovski, en cambio, deja caer que su meta fue la entrega de las princesas en la ciudad de Kazán, a orillas del Volga, y que en ese tiempo recibieron la noticia de que «el Khan Kublai había muerto, y que por tanto se les habían cerrado las puertas de China». La opción de pertenecer a un pueblo que no fuera el suyo, de ser participes los Polo de una naturaleza diferente a la del nacimiento, ya no estaba a su alcance. Con respecto a esa idea, Shklovski sigue a Ramusio, si bien no coincide con su descripción del viaje por Trebisonda (que el texto que comento la llame Trapezunda es una de las licencias que hoy no tiene ningún sentido).

El mismo regreso a Venecia se convierte en el quid de la cuestión. No en vano el debate en 1937 era el escándalo producido por el doble texto de André Gide, Regreso de la URSS (1936) y Retoques a mi «Regreso de la URSS» (1937), donde se describe la profunda decepción que le provocó la experiencia de su viaje al país de las maravillas de Stalin. Prueba de ese ambiente es la desconcertante afirmación de Shklovski que inicia el relato del regreso de los Polo a Venecia:

A aquel que viaja lejos y luego cuenta cosas asombrosas que los demás ignoran, se le toma por mentiroso. A aquel que ha viajado lejos y no ha vuelto, se le da por muerto.

¿De qué trata todo eso? De que no está nada claro el regreso de los Polo. Y hay que insistir en ello, en la leyenda creada por Ramusio o en una lectura alternativa del texto de Marco Polo. Shklovski no hace ni una cosa ni otra. Se queda atrapado en el guion fácil. Lo sigue casi al pie de la letra. Llegada hostil, viajeros que no se acostumbran a su ciudad; conflictos entre los vecinos y como telón de fondo el mar:

De momento el mar seguía obediente, pero el camino hacia el mundo pasaba junto a las islas venecianas, junto a las islas tomadas a los griegos en pago por sus deudas, y el camino seguía a través del río marino del Bósforo, por el redondo mar Negro. Y estas eran justamente las aguas que debían guardar fidelidad al dux. Pero el mar engañaría a Venecia con Génova, con los pisanos.

La leyenda de Marco Polo creada por Ramusio en nombre de la Serenísima, con su sucesión de acontecimientos entrelazados que convierten al viajero en un narrador de historias, tiene la ventaja de poseer en sus argumentos una respuesta hermosa, elegante, a los detalles: lo sucedido es eso que se cuenta, aunque no se ajuste por entero a la realidad. Desde luego Shklovski cree que Marco Polo fue hecho prisionero en la batalla naval de Curzola en la que intervino en calidad de comandante de una galera, y se deleita en su descripción y sus efectos en la vida del biografiado. La batalla tuvo lugar el 9 de septiembre de 1298 y Marco Polo fue liberado de la prisión genovesa en julio de 1299 tras la firma del Tratado de Milán que puso fin a la guerra; eso conduce a una conclusión conflictiva: tuvo pocos meses para conocer a Rustichello y para contarle las aventuras que luego el pisano puso por escrito en el francés de las novelas de caballería. Pero ¿qué es un detalle así frente al inmenso honor de haber participado como sopracomito en la batalla naval de Curzola y no en una refriega secundaria hacia 1296 (batalla naval de Laias) como suponen los prosaicos eruditos que siguen cual detectives los movimientos de Marco Polo tras regresar a Venecia de su largo viaje a China?

El retorno tras la prisión en julio de 1299 no está exento también de sombras. Shklovski lo lleva al terreno de un onirismo poético para conseguir que el personaje se encuentre consigo mismo. En su análisis de los últimos días de quien llama «el señor Milione» difícilmente se puede encontrar una referencia a que la familia había comprado una casa llamada Il Milione en el barrio de san Juan Crisóstomo, que había pertenecido a la familia Vilione y que, por una corrupción, la V devino M. Con sus recuerdos que seguían pegados a la identidad de un veneciano trotamundos sin encontrar riqueza para apoyarlos, solo la presencia de su esposa Donata Badoer, con la que tuvo tres hijas, que Shklovski se apresura a identificar Fantina, Bellela y Morera, a la vez que razona su testamento como un ejercicio de prudencia y generosidad (incluso libera a su siervo tártaro al que llamaba Pedro). Esta última parte del libro de Shklovski da la sensación de que busca crear una imagen de Marco Polo con las auténticas vestiduras de un viajero consciente de su tarea, un Marco Polo con aspecto del siglo XIV, el siglo que le hizo famoso gracias al éxito del libro surgido de sus memorias; y eso sin olvidar que cada siglo ulterior hallará un Marco Polo conforme a sus necesidades vitales: así el siglo XV lo necesitó porque los países lejanos se convirtieron en una necesidad para los exploradores que buscaban rutas por el Atlántico sur, entre los que destacaría Cristóbal Colón; el siglo XVI con Ramusio responde a la necesidad de glorificar Venecia, la gran patria de los descubrimientos geográficos; el siglo XX con Shklovski lo hará para servir de referente a los grandes guías que cambiaron el mundo, como Stalin. Porque en cierto sentido, la cuestión del viaje como un acontecimiento iniciático que plantea Marco Polo se ha convertido, desde que en 1307 Thibaud de Chépoy, vicario general del Charles de Valois, obtuvo una copia de manos del propio Marco en Venecia, o desde que legitimaran los editores de la versión toscana con el nombre de Il Milione, en el libro que mejor responde a los anhelos de crear la red internacional del comercio que, a través de Asia Central, logre unir China con Europa occidental; el libro que leído y comentado por Cristobal Colón se puede considerar «la primera llamada a los grandes descubrimientos», según afirma Christiane Delutz en Los viajes de los mercaderes. Marco Polo (2007). Una conclusión que hubiera firmado el propio Shklovski. Y eso conduce a las preguntas clave: ¿cuál es el legado de Marco Polo? ¿Por qué su nombre es recuperado por el presidente chino Xi Jinping para plantear la estrategia del nuevo orden mundial? Una respuesta podría ser esta: hoy en día todos nos aproximamos a su figura con nuestras preocupaciones a cuestas; ahora todos somos un poco viajeros hacia lo desconocido, todos somos Marco Polo.

José Enrique Ruiz-Domènec es un historiador español, especialista en la Edad Media, la cultura europea y la herencia mediterránea.

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Marco Polo. Mosaico del Palacio Tursi. Imagen: Wikimedia
Marco Polo. Mosaico del Palacio Tursi. Imagen: Wikimedia

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