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Aquellos años de plenitud ya clausurados

Dorados días de sol y noche

Luis Antonio de Villena

Valencia, Pre-Textos, 2017

486 pp. 32 €

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Decía Oscar Wilde desde la cárcel de Reading que en cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. De la necesidad de contar una vida y reflejar un mundo nacen la mayoría de las memorias. Pero un libro de memorias no es un memorándum ni una agenda: por eso en él no debe darse cuenta de todo lo que se ha vivido. El buen memorialista ?y Villena lo es? siempre se muestra selectivo, no acaparador y, si los tiene, nunca acude a sus diarios para verificar los recuerdos. Se aleja de la mortificante y baldía exhaustividad y del esnobismo retrospectivo de los peores perpetradores del género. Intenta aprehender los iridiscentes y errabundos fulgores del pasado, pero resalta sin empacho unas vivencias y olvida otras, porque sabe que esas zonas de terra incognita, llamadas «bellas durmientes» por los antiguos cartógrafos, son también necesarias.

En el año 2015, Luis Antonio de Villena publicó El fin de los palacios de invierno, la primera parte ?presumiblemente habrá tres? de sus memorias, en la que indagaba en sus recuerdos de infancia y primera juventud. Una infancia de «perfecto niño gótico», que diría su amigo José Olivio Jiménez, y que a mí me hace pensar en los niños desdichados de Edward Gorey. Una infancia con demasiados secretos, doliente, con un continuo rumor de desdicha, marcada por la soledad, el miedo a la condena y la incapacidad para tener amigos. Infancia transida por una España carpetovetónica y nacionalcatólica que convirtió al niño idealista y tímido que fue Villena en un mártir más de los hoscos y acres colegios franquistas. Así entendemos que Villena no posea la habitual e hipertrofiada conciencia de la infancia como paraíso perdido, y que gran parte de los capítulos dedicados a esta época deriven hacia una proustiana exploración del mundo familiar. Capítulos que, al cerrarse, forman una estampa y, todos juntos, una galería de retratos de familia con algo de impresionista que buscará ofrecer al lector la singularidad de cada personaje retratado. El inicio de la escritura, las primeras lecturas de Wilde, Gide y Mishima, y el descubrimiento de su homosexualidad irán de la mano durante la adolescencia. La etapa universitaria será, en palabras de Villena, una «edad gozosamente descubridora»: el mundo clásico y el simbolismo decadente, que serán los pilares de su obra poética; Ezra Pound y Constantino Cavafis; esteticismo y culturalismo desbordados; el suave magisterio de Vicente Aleixandre y Antonio Prieto; el reconocimiento en «quienes se saltan las normas con lujo», en los perdedores, los raros, los disidentes; la precoz publicación del primer libro, Sublime solarium, con diecinueve años y las consiguientes primeras amarguras con el mundillo literario; los deseos de manifestar y vivir su homosexualidad reprimida; los estertores de la dictadura. Todo indicaba la llegada de un cambio, el fin de los días en los verlainianos palacios de invierno y el inicio de los dorados días de sol y noche.

El annus mirabilis fue 1974, año en el que precisamente sitúa Villena el arranque del segundo volumen de sus memorias. Segundo volumen notabilísimo, sin ánimo de parecer ditirámbico o encomiástico, fundamentalmente por dos razones. La primera tiene que ver con la nunca desmentida, pero muy estética promiscuidad que ha guiado y enaltecido su vida. La segunda, por ser un privilegiado testimonio de la vida literaria española de su tiempo. Empecemos explicando esta primera razón.

«La carn vol carn, no s’i pot contradir» («La carne quiere carne, y no hay remedio»), decía el poeta valenciano Ausiàs March en uno de sus Dictats. Estamos cerca de la copiosa veta de literatura confesional homoerótica ?Manuel Puig, Terenci Moix, Hymnica del propio autor? que se encuentra bajo la égida de la exaltación y la gozosa falta de culpa. Hasta los veintiún años Villena fue un muchacho inmaduro sentimentalmente y sin ninguna experiencia sexual. Un eros áptero, en feliz expresión de Jean Cocteau, y un criptogay. Pero el fin de su soledad erótica y el encuentro con su verdadera sexualidad no pueden entenderse sin explicar en qué consiste su anhelante búsqueda de un absoluto e ígneo ideal, de un ídolo de Belleza, así, con mayúscula. Y, como dice en su poema «Continuación de la vida», «lo bello ?según sabemos? empieza por un cuerpo». Para el plotiniano Villena, algunos cuerpos jóvenes son emanaciones de una única Belleza superior y universal que se multiplica bajo un denominador común con la indolencia natural de lo perfecto. Al igual que sucede con las antiguas divinidades marinas (estoy pensando en el Proteo homérico), la Belleza buscada por Villena se muestra en este mundo de manera multiforme, siempre en fuga, en la perenne y elusiva transformación de quienes se resisten a comunicar la verdad que poseen: que todos son el mismo. Y aquí es donde entra de lleno el mundo de la noche madrileña y de las gentes singulares que la habitaron. Un mundo frecuentado con asiduidad por Villena durante más de treinta años, cuya descripción ?escenas de costumbrismo meditativo? ocupa un lugar importante en este segundo volumen de memorias. Noches con «auras de diferencia y malditismo» en las que una pandilla de intelectuales ociosos y el golferío madrileño eran convocados por el «tam-tam del deseo» lejos del espeso tedio que inspiran las personas totalmente impermeables al vicio. Esto respecto al carpe noctem. El carpe diem en estas memorias hay que buscarlo en la magia de la luz del verano y en los viajes: el iniciático y algo previsible grand tour italiano, el barthesiano París y el manriqueño Lanzarote, Egipto, Tánger, Capri, siempre en busca de mundos permisivos para extranjeros estetas y refinados. Podría resultar interesante completar esta escritura de la exaltación con el transgresor ciclo de novelas autobiográficas de Fernando Vallejo agrupadas bajo el título de El río del tiempo o con la conflictiva autobiografía de Luisgé Martín El amor del revés.

Otro de los méritos de este segundo volumen es que se trata de un extraordinario fragmento de memoria cultural viva. Casi la mitad de los capítulos son semblanzas de los escritores que Villena ha frecuentado, tratado o conocido y sustituyen a los estupendos retratos familiares del primer volumen. La nómina es de traca. Larga de enumerar. Baste con decir que algunos ?Vicente Aleixandre, Juan Gil-Albert, Manuel Mujica Láinez? han sido compañeros de linaje y estirpe, de maneras y de su mundo más particular; otros ?Eduardo Mendicutti, Francisco Brines, Jaime Gil de Biedma, Vicente Molina Foix?, camaradas ocasionales de trajín gay en el ámbito del eros mercenario y la cinegética de efebos; y los más ?Rosa Chacel, Leopoldo Alas Mínguez, Eduardo Haro Ibars, Fernando Delgado, Fernando Savater, Javier Marías?, personas con quienes ha compartido una fraternidad filomasculina o una amistad personal. También desfilarán por estas páginas exiliados cubanos como Guillermo Cabrera Infante o Gastón Baquero, y argentinos como Pepe Bianco o José Luis Cano, mas algún escritor del olvidado grupo Cántico, como Julio Aumente. No faltan tampoco anécdotas graciosas, como las del congreso de escritores en Las Palmas, o intrahistóricas, como las vicisitudes de la creación del premio de poesía Loewe, la tertulia de Chus Visor o las cenas con Carmen Romero y Felipe González. Esta crónica cultural se clausura con un capítulo, «El mundillo literario», que es un exquisito ajuste de cuentas con ese peculiar ecosistema cicatero, cucañero y cainita que ha propiciado las más disparatadas y enconadas rivalidades que yo haya conocido.

«¡Qué pequeño es el cosmos […], qué baladí y encanijado en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo de un solo individuo y su expresión verbal!», escribió en sus memorias Vladimir Nabokov. Pues en este segundo volumen de sus memorias, Villena ofrece en el altar de la escritura veintidós años ?«sin otro trabajo que mi casera dedicación a las letras, protegido sobre todo […] por mi tía paterna y mi mamá»? con un denominador común: literatura y Belleza, sexo y noche, la luz de los veranos y un enorme apetito de vida. Años de intensidad, plenitud y encuentros, postal de un período más libre, casi siempre poblado de recuerdos felices, luminoso y solar incluso en sus noches, que parece demostrar eso de que venció el que hizo y voló sin miedo. En estas páginas, Villena se perfila como alguien que no deja indiferente ni puede pasar inadvertido, mundano y genuinamente idealista, con cierta teatralización en sus ademanes y algo displicente. Alguien sin un ápice de eso que llaman espíritu gregario ?porque el dandi no mendiga aceptación, se excluye voluntariamente?, alejado de cualquier actitud bovina y algo coqueto. Un escritor pagano y heterodoxo, sin novio ?el amor fue accidente y nunca esencia en su vida? ni amantes fijos, investido por la disidencia que procura la búsqueda de la Belleza. No parece mal modelo para épocas de histerias colectivas. También se asoma en estas memorias el Villena mediático (asiduas apariciones en televisión, colaboraciones regulares en la prensa, su programa de radio) y laureado (Premio Nacional de la Crítica, Premio Azorín de novela) con los escasos lauros de aquella época, pero con una contradictoria relación con su país: «un pueblo poco culto como tristemente ha sido y sigue siendo el nuestro, pese a su gigantesca historia cultural». Un español sin ganas cuya patria profunda ha sido la alta cultura y la belleza de los cuerpos juveniles. Léase al respecto el poema «Patria mía», perteneciente al libro La muerte únicamente.

Con el paso de los años y la tremenda acometida de la incultura de esta época, parece que Villena se ha vuelto algo más tanático y ascético, asendereado por una medievalizante acedía. Ya veremos qué nos depara el tercer volumen. El poeta se asoma a la edad de saber estar solo y de hablar con los muertos. El discurrir del tiempo va aboliéndolo todo, pero, al leer estas memorias, he querido pensar que también alecciona.

Iván Gallardo es profesor de Literatura.

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