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Domesticación de plantas y animales

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Me llega una separata de la introducción a un número monográfico sobre la domesticación de plantas y animales, aparecido en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos (Proceedings of the National Academy of Sciences). Dicho número corresponde a lo tratado en una reunión previa de veinticinco especialistas en genética, arqueobotánica, zooarqueología, geoarqueología y otras disciplinas afines, que se celebró hace tres años para revisar los recientes avances en los estudios sobre la domesticación. La separata me la ha mandado mi antiguo alumno y colega Rafael Rubio de Casas, que es coautor del trabajo, y me ha parecido oportuno glosar aquí algunos aspectos de éste que, a mi parecer, pueden ser de interés para un público general.

La domesticación de plantas y animales está en el origen de las grandes culturas actuales y, como señalan los autores, representa una de las más importantes transiciones culturales y evolutivas en los doscientos milenios de historia de nuestra especie. Según parece cada vez más claro, la agricultura se inició independientemente en un área del globo mucho más extensa de lo que se pensó originalmente e incluyó un amplio espectro de plantas y animales. Al menos once regiones dispersas por casi todos los continentes actuaron como centros de origen independientes, y se han propuesto algunos más. La mayor parte de las domesticaciones se produjeron en dos períodos concretos: en la transición al Holoceno, entre los doce y los nueve MAP (milenios antes del presente; por convención, antes de 1950), y en el Holoceno medio (7-4 MAP).

En general, en el Nuevo Mundo la domesticación de las plantas, del maíz al girasol y el cacahuete, precedió en varios milenios a la de especies animales como el pavo, la llama o la alpaca, mientras que en Asia la domesticación de la oveja, la cabra, el cerdo, el gato y distintas especies de vacuno, precedió a la de las principales cosechas cultivadas, como el trigo en Oriente Próximo o el arroz en el Lejano Oriente. El perro representa ciertamente una excepción, porque fue domesticado en Asia en el Pleistoceno tardío, antes del advenimiento de la agricultura. Incluso algunos han propuesto fechas tan tempranas como treinta MAP, pero sin un respaldo unánime.

En las fases iniciales de la domesticación, la participación humana incidió sobre aspectos cruciales del proceso, desde la dispersión y la reproducción de la planta domesticada y la movilidad, ámbito y densidad del ganado doméstico, hasta la selección de variedades agrícolas y la modificación del ecosistema para favorecer su explotación. En el Neolítico, la especie humana realizó extensas manipulaciones con los genomas de las especies domesticadas de forma tanto consciente como inconsciente. Lo importante de cualquier alteración genómica es el resultado de la alteración genética a que dé lugar y nada importan la sofisticación del método para conseguirla, el conocimiento o falta de él por parte del actor humano. Aunque hasta el siglo XIX no se descubrieron las leyes mendelianas, y hasta principios del XX no se acuñó el término «Genética», los hombres y mujeres del Neolítico fueron grandes genéticos sin saberlo.

El conjunto de características que componen una planta cultivada es lo que se denomina el «síndrome de domesticación» e involucra a una serie de genes que afectan significativamente, entre otras, a la facultad de autodispersión de la planta silvestre, que se reduce para facilitar la recolección, en grave detrimento de la capacidad de supervivencia en vida libre, a la reducción de las defensas químicas y físicas, con el fin de hacerla comestible, algo esencial para el éxito de la especie humana en la colonización del planeta; o al aumento de tamaño de semillas, frutos u otros órganos que sirven de alimento. En el caso del ganado, los caracteres afectados incluyen la docilidad, alteraciones en el color de la capa y cambios en el tamaño, morfología y patrón de reproducción. El resultado es que, desde hace milenios, los organismos domesticados han perdido en gran medida su capacidad de reproducirse en vida libre, dependiendo así del agente humano para completar sus ciclos vitales, a cambio de adquirir las propiedades adecuadas para servir eficazmente como alimento humano. En otras palabras, los organismos vivos que nos sirven de sustento dejaron de ser «naturales» hace milenios por el mero hecho de no ser capaces por sí solos de vivir en vida libre en el medio natural.

Existen, naturalmente, muchos aspectos de la domesticación de plantas y animales que requieren más investigación, entre los que merecen mencionarse la compleción de un mapa detallado de las domesticaciones, la delineación del contexto ambiental y ecológico de los orígenes agrícolas y una indagación más profunda sobre la transición de la caza y la recolección hacia el cultivo y el pastoreo, cuestión sobre la que se han realizado avances recientes bastante clarificadores.

Hace más de un cuarto de siglo encontramos que las cebadas silvestres marroquíes compartían con las cultivadas una combinación única de variantes de ciertas proteínas, lo que sugería que hace más de tres milenios, cuando el clima del norte de África era mucho más húmedo que el actual, debió de producirse una domesticación de la cebada (tal vez una tercera domesticación). Curiosamente, las razas primitivas de cebadas cultivadas españolas también compartían dicha combinación única. El hallazgo fue publicado en una revista de difusión internacional (Theoretical and Applied Genetics) y no ha sido citado más de una cuarentena de veces. Al leer el trabajo de Rubio de Casas y otros colegas he vuelto a vivir aquellos años de ingenua búsqueda.

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